Chile:La última frontera

Al desembarcar en Puerto Cisnes, Pedro Llautureo ya era un cadáver. Había muerto horas antes, flotando sobre las apacibles aguas de un fiordo patagón. Su esposa remando en busca de ayuda médica; él recostado en el suelo de una frágil barca, y de fondo, una ensenada con forma de herradura sobre la que hoy se levanta Puyuhuapi. Pero eso sería años después. Cuando Pedro Llautureo enfermó, no había nadie a quién recurrir. Estaban solos: un matrimonio chilote explorando en 1920. Abriéndose paso a través de los bosques a punta de machete. Intentando establecerse en un territorio salvaje. Pedro murió flotando en medio de un fiordo y su esposa siguió remando…

La frondosa vitalidad de la Patagonia se encargó del resto. "Lo único que se encontró de ellos fue su rancho", dice Luisa Ludwig, 58 años, hija de uno de los cuatro colonos alemanes que desembarcaron en ese mismo fiordo durante la década siguiente y que descubrieron la precaria construcción de madera, única huella de Llautureo y su mujer.

Luisa es dueña de la Casa Ludwig (www.casaludwig.cl), uno de los mejores hospedajes de Puyuhuapi, una doctora en sicología de la Universidad de Munich, casada con un pescador estadounidense que se enamoró de la Patagonia (y de Luisa, claro). Luisa muestra los vestigios de la historia de este pueblo: la vieja rueda de agua, la fábrica de alfombras, la charcutería abandonada. "Los chilenos son muy buenos para improvisar soluciones, pero no para conservar", dice Luisa, parada junto a una flamante antena para celulares. Y lo dice antes de partir al lado argentino a un control médico: la mejor opción para los habitantes de la, tan en boga, Patagonia chilena. Un territorio con una densidad bajísima –menos de un habitante por kilómetro cuadrado– en el que la naturaleza se impone con toda su majestuosidad y donde el hombre aún no termina de instalarse del todo.

Territorio mítico

Nuestro sur es más que geografía: como el Lejano Oeste, es también una idea. Un espacio libre que guarda un tesoro, donde el tiempo respira al ritmo pausado de la naturaleza. Ése es el impulso del viaje iniciático chileno: recorrer el sur. Ya sea haciendo dedo con la mochila al hombro, o conduciendo con la carpa en el techo, cada cual llega, la mayoría de las veces, hasta Chiloé o Puerto Montt. En la imaginación chilena, ahí está la frontera. Palena es parte del siguiente territorio. El de la aventura.

En esa región vive hoy Verónica Gallardo. Hija de campesinos de Fresia y educada en Puerto Montt, donde estudió turismo, Verónica llegó al norte de la Patagonia huyendo de los frenéticos cambios de la ciudad donde hoy se levantan los malls más australes de Chile, uno de los cuales oculta parte de la vista costera. "El Puerto Montt que conocí siendo una niña ya no existe más", dice con tristeza.

En Palena, Verónica encontró un sur impoluto, donde uno se empequeñece ante la inmensidad del entorno. Un lugar en el que resulta más fácil encontrarse con un pájaro carpintero o un chucao que con otro ser humano, y los baguales –caballos salvajes patagones– cabalgan libres por terrenos ignotos. Un territorio donde se puede beber, desde lagos, ríos, cascadas o vertientes patagonas, una agua de tanta y refrescante dulzura que le quita el derecho de llamarse igual al líquido que sale de las cañerías citadinas.

"Puerto Montt perdió su calidad de vida, eso de andar por la calle sin miedo a ser asaltada. Es impersonal, allá nadie conoce al otro. Hace años que no voy", dice Verónica con la convicción usual entre quienes decidieron quedarse en la Patagonia. Hoy, Aonikenk, su hospedaje en Puyuhuapi, recibe visitantes durante siete meses al año. Muchos son mochileros y ciclistas extranjeros que pasan por el pueblo, trepando la Carretera Austral, elegida una de las mejores rutas para recorrer en el continente por el diario inglés The Guardian.

El norte del sur

La mosca sobrevuela el agua. Engañada, la trucha pica ante una imponente vista del lago Risopatrón, y luego de una tomada de superficie impecable, Ramiro Calvo muestra la presa recién capturada antes de devolverla al agua. Mientras, su pastor alemán se lanza al río en busca de un madero y un sinnúmero de aves despegan desde un pequeño humedal, espantadas por el ruido del chapuzón canino.

A un costado del Parque Nacional Queulat, famoso por su ventisquero colgante –debe verse desde arriba, después de una caminata de hora y media por sombríos bosques, y no sólo desde el breve camino a orilla del río, como suelen hacer los viajeros nacionales– está El Pangue, (www.elpangue.com) un centro turístico que es en sí mismo una reserva natural privada, 18 kilómetros al sur de Puyuhuapi.

El Pangue tiene buena gastronomía, cómodas y amplias cabañas con calefacción centralizada, piscinas temperadas, saunas e hidromasaje, todo alimentado por una pequeña turbina hidroeléctrica que produce un excedente energético del 40 por ciento. "Buena parte de la región podría alimentarse por minicentrales como ésta, sin incurrir en los altísimos costos de las centrales grandes. El problema es que eso es una solución local, no un negocio", dice Ramiro Calvo, su propietario.

Ingeniero mecánico viñamarino, llegó a instalarse en la Patagonia en los 80 después de recorrer la Carretera Austral. Así pasó a formar parte de la segunda oleada de colonos patagones, formada en su mayoría por chilenos con estudios universitarios que decidieron dar un respiro a sus vidas, y que, a diferencia de los que llegaron antes, se han concentrado en el negocio de la conservación para el turismo. Con todas sus comodidades, en El Pangue el protagonismo lo tiene la naturaleza, incluidos sus maravillosos senderos filmados por la BBC y la RAI donde uno puede encontrarse con la huella fresca de un pudú, o recostarse en un tronco que atraviesa el río para ver pájaros carpinteros, algún martín pescador o una trucha que salta para atrapar su alimento.

Basta arrendar un par de canoas en el hotel Espacio Tiempo de La Junta –un pueblo al norte de Puyuhuapi– y dejarse llevar por las fulgurantes aguas esmeralda del río Rosselot, o subir el pequeño sendero en altura de Conaf –justo a un costado del hotel– para alcanzar una vista magistral de la unión de los ríos Palena y Rosselot. Y así experimentar la energía narcotizante del entorno, ese silencio sólo interrumpido por el rumor del viento entre los árboles, esa calma de ser testigo único de un entorno sin huellas.

Eso siente uno al escarbar en el bosque a la espera de que se acerque un chucao –amistosa ave de la zona–, siguiendo las instrucciones de Patricio Silva, un ingeniero comercial que trabajó para el MOP, patagón hace 30 años y dueño del Eco Lodge Fiordo Queulat (www.queulatlodge.com), uno de los mejores de la Patagonia gracias a su servicio y sus privilegiados senderos recorridos por pescadores, amantes del trekking y decanos de Yale en búsqueda de líquenes únicos en el mundo.

El Lodge Fiordo Queulat no sólo resume el paisaje patagón (uno que sólo se encuentra además en ciertas partes de Alaska, Tanzania y Nueva Zelandia, el ejemplo que los patagones ponen a la hora de hablar de turismo sustentable). Es también un resumen de los desafíos que tiene por delante este espléndido trozo de sur a la hora de decidir su norte.

En 1986 Patricio debió ir a tribunales para evitar la explotación de una mina de oro, que finalmente no era rentable, a un costado de su lodge. Hace poco enfrentó otra pelea judicial, esta vez con una salmonera que instaló sus jaulas demasiado cerca. Finalmente, las jaulas desaparecieron por el virus que acabó, en ese sector, con un 75 por ciento de la producción.

Otro ejemplo de ese dilema sobre cómo debe crecer la región se vive en Raúl Marín Balmaceda, una pequeña isla en la desembocadura del río Pitipalena. Años atrás el viajero era recibido allí por el aroma dulce de las frutillas salvajes. Eso desapareció cuando los isleños sobreexplotaron las frutillas, permitiendo, de paso, el avance de la arena hacia el pueblo. Hoy la comunidad intenta recuperar sus fragantes frutos, mientras Marín Balmaceda sigue siendo un lugar encantador, con sus roqueríos repletos de lobos marinos desde donde se puede avistar toninas y ballenas.

Una vista espectacular de este fiordo se obtiene desde el Fundo Los Leones, donde cada cabaña recibe con una fragancia particular producto de sus aromáticas maderas. Resulta impagable reposar en su tinaja a leña después de un paseo y dejar que las estrellas reemplacen la electricidad mientras se piensa en la historia de Heriberto Bohle.

Capataz del fundo, cuenta que alguna vez las rocas de la costa estuvieron llenas de choritos que eran recogidos a mano por los pobladores. Hasta que a alguien se le ocurrió sacarlos más rápido y en mayor cantidad, con un fierro con ganchos llamado repelador. Que el problema fue que el artefacto no solo sacaba el chorito, sino que arrastraba el musgo sobre el cual crecían los huevos. Los choritos se extinguieron. "No sabíamos que nacían así. A veces echando a perder se aprende", remata Heriberto, con su mirada celeste fija en las rocas desnudas, y sus manos gruesas apoyadas en una pala. "Lo importante es enseñar a los otros para que no la embarren de nuevo". Toda una lección de vida, en la frontera norte de la Patagonia. La última frontera.

Por Marcelo Ibáñez Campos, desde Palena. Fotos: Claudio Vera/Diario El Mercurio

 

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