Rústicas cabañas en la selva, playas caribeñas que no figuran en el mapa y un pueblo donde pareciera que Bob Marley sigue vivo. Es el lado menos famoso de uno de los destinos favoritos de los mochileros chilenos. Los turistas no entienden nada. Y yo, que no sé por qué me siento menos turista que ellos, tampoco. Por fin habíamos salido en lancha desde Río Dulce, en la costa oriental de Guatemala, camino a nuestro destino, Finca Tatín, cuando el chofer decide cambiar de rumbo…
Primero, se detiene –con todos los turistas a bordo– a llenar combustible. Y luego, sin asomo de vergüenza, anuncia que tendremos que devolvernos. "Olvidé recoger a un amigo", dice. Nadie habla. Esperamos cinco, diez minutos, hasta que aparece un tipo con un enorme saco de cebollines y sube a la lancha. Sólo entonces partimos. Treinta minutos después de lo programado.
Esto es Guatemala, uno de los destinos favoritos de los mochileros chilenos. Pero aquí, por suerte, no se escuchan compatriotas celebrando goles de la Roja ni comentando el último capítulo de 1810. Estamos lejos de los sitios más turísticos y, por lo mismo, de los vendedores y los improvisados guías. Ésta es la zona menos conocida del país y no hay mujeres con trajes típicos tratando de equilibrar mercancías sobre la cabeza mientras persiguen a los extranjeros. Tampoco se escucha ese un zumbido constante de "¿Una chaliiiina, una booolsa?" o "¿Cuál es tu preeeecio, seño’?". Ni se ven guardias con escopetas recortadas a la salida de los supermercados, de las botillerías, de los bancos.
El paisaje ha cambiado y los rostros no son los mismos, pero en el distrito de Río Dulce –donde el sol sí que pega fuerte– el guatemalteco sigue siendo intrínsecamente guatemalteco y muy parecido a nuestro chofer.
La lancha avanza a golpetones y me pregunto si venir habrá sido buena idea. Finca Tatín nunca estuvo en nuestros planes. Ni siquiera habíamos oído hablar de ella hasta que una noche en Antigua, mientras mirábamos las ruinas de la ciudad desde la azotea del hotel, una española nos convenció de retrasar la llegada a Livingston y pasar antes por este lugar. "Es paradisíaco", dijo. Y le creímos.
Ya no es momento de arrepentirse. Chris, un alemán de larga cabellera rubia, torso desnudo y pies descalzos, nos da la bienvenida. Lo seguimos por un sendero de piedras (mala idea traer maleta con rueditas) y el aroma a jungla –intenso y húmedo– se mete en las narices. Nuestra cabaña, la Venado, queda a unos 70 metros selva adentro.
Tatín es una especie de hotel-comunidad. Su dueño, el argentino Carlos Simonini, lo construyó junto a su ex mujer. Y juntos crearon una ONG para ayudar a que los indígenas de la aldea Ak’Tenamit (a 20 minutos caminando) se insertaran en la sociedad. Muchos extranjeros llegan aquí para trabajar como voluntarios, atraídos por un país donde casi el 80 por ciento de la población es indígena. Eso atrajo a Lorenza, una guapa sicóloga holandesa de madre italiana, que cuando no está en plan "salvar al mundo", toma sol en bikini, fuma cigarrillos y conversa con los pasajeros que no la dejan en paz.
En Finca Tatín creen en el casi extinto sistema de la honestidad. Todo "consumo" –las frutas del desayuno, las cervezas al caer la tarde o el paseo en kayak– se registra en el cuaderno de huéspedes. Cada uno lleva su propia cuenta. Aunque en Chile difícilmente funcionaría, aquí nadie parece pasarse de listo.
La cena es "en familia". A las 7 de la tarde. Y dado que el pueblo más cercano está a media hora en lancha, no hay muchas más alternativas que sentarse en las largas mesas de madera junto a los otros huéspedes –estadounidenses, ingleses e israelíes, la mayoría– y compartir la sopa, las tortillas con chimichurri y el pescado envuelto en nalcas o el pollo a la parrilla, que sirven siempre bien condimentado. Y claro, conversar. La mayor parte del tiempo, en inglés.
A las 10 de la noche no hay otra que acostarse. La Finca no tiene luz eléctrica. De 6 a 10 de la noche se iluminan con generador. Después, sólo queda la oscuridad, el silencio interrumpido por los misteriosos sonidos de la jungla y, para ser sincera, algo de susto. Esa tarde, Chris nos había comentado que las camas tenían mosquiteros por protección: "A veces caen animales del techo".
–¿¡Animales!? ¿Hay muchos animales por aquí?
–Oh, sí, sí, claro… Es la selva. Hay monos, tucanes, culebras, arañas y mosquitos. Pero no se preocupen; nunca me han picado.
Esta noche el sueño se acompaña con un antialérgico, el intenso aroma del repelente y una breve plegaria para que, esta vez, los animales elijan otra cabaña.
A pesar de todo, o quizás por eso mismo, aquí se duerme bien. Y se descansa. Sin señal de celular, televisión o internet, sólo queda tenderse en las hamacas, leer y ver pasar el día. Nadar en las aguas tibias del río y tomar sol en el muelle. Luego, volver a la hamaca, y dormir.
"Sí, podría ser el paraíso", pienso al llegar. Pero este paraíso también puede cansar. Sobre todo si uno se da cuenta de que es más urbano de lo que imagina, y comprende que añora el agua caliente, que la idea de toparse con una culebra lo atormenta, que esto de vivir en "comunidad" no es lo suyo, y que escuchar inglés todo el día –estando en Guatemala– está bien, pero sólo por un rato.
A las 10 de la mañana del tercer día, estamos de nuevo en la lancha. Camino a Livingston.
Reggae y coco loco
La mejor manera de definir Livingston (la mejor que se me ocurre) es "Bobmarleano".
En este pueblo a orillas del mar Caribe, donde hace algunos siglos se asentaron los garífunas –negros descendientes de esclavos– se pasean los rastas y se escucha reggae. Hasta el carro-moto recolector de basura está pintado de verde, amarillo y rojo.
En Livingston los jóvenes se visten con poleras que les llegan hasta las rodillas y carretean en el cementerio, que está ahí mismo, a orillas de la calle. En Livingston hay exactamente 22 taxis y una cantidad imprecisa, pero evidentemente innecesaria, de tiendas. Son decenas, ofreciendo lo mismo: poleras XXXL, baldes de plástico, pulseras de coco.
Livingston es pequeño, tranquilo y famoso por su Coco Loco, mezcla de ron, leche de coco y Dios sabe qué más, que se vierte al interior del mismo fruto y se bebe con bombilla. La noche que decidimos ir en busca del mejor Coco Loco, conocimos a Tikky, el barman del hostal Río Dulce, que se promociona como el mejor bar del lugar. Tikky nació en Honduras pero ama Livingston. No piensa irse de aquí y ama la temporada alta tanto como hablar garífuna, la lengua local que mezcla español, francés e inglés, y que a los oídos extranjeros suena realmente a arameo. "La idea es que no lo entiendan", dice él riendo.
Tikky conoce bien el sector. Por eso, ahora que vamos en busca de sol, arena y mar, recomienda Quehueche, una pequeña playa a la que se llega tras caminar una hora y cruzar un puente colgante. No es una paisaje de postal, pero en un país donde las buenas playas no abundan, es un agrado nadar tranquilamente bajo el sol.
Tikky dice que la costa caribeña de Guatemala está recién empezando a ser explotada y que a las mejores playas sólo se accede en lancha. Eso pasa con Playa Blanca, para muchos, la top 1 del país. Llegar toma tiempo porque el tour –la única forma de visitarla– incluye una parada en Siete Altares, algo así como nuestras Siete Tazas (desilusionante en temporada seca). Como sea, aunque salimos a las 9 de la mañana, bajamos en Playa Blanca recién a las 12. La espera, en todo caso, vale la pena.
Playa Blanca sí es el paraíso: arena blanca y palmeras, mar turquesa y sólo 10 personas. El problema es que este paraíso termina luego: no son ni las 2 y media de la tarde cuando el lanchero avisa que tenemos que partir. La explicación: después de las 3, el mar se pone bravo.
–Nosotros estamos acostumbrados, pero hay turistas que se han desmayado. Si quiere, señorita, nos quedamos.
–No se preocupe.
–No tenga pena. Estamos para servirle. ¿Sabe? Nos quedamos.
Así que nos quedamos. 15. 30. 40 minutos. No se puede más. Hay que subir a la lancha. Pasa de las 3 y el mar, efectivamente, se ha puesto bravo. Hay vértigo sí, pero no sufro. El recuerdo de Playa Blanca es más poderoso que cualquier malestar.
Lo mejor de Antigua
A pesar del boom turístico que ha vivido en los últimos años, Antigua mantiene su atractivo mayor: la tranquilidad.
Vale la pena dedicarle tiempo al Mercado Artesanal, y degustar la gastronomía en restaurantes como el famoso Mesón Panza Verde (también es hotel boutique: dobles desde 100 dólares; www.panzaverde.com); el Frida’s, decorado en memoria de Frida Kahlo (5ta. Avenida norte 29); el Café del Conde, ideal para probar el café guatemalteco (Plaza de Armas); y el francés La Casserole (lacasserolerestaurante.com).
Para dormir, Casa Santo Domingo, hotel-museo en un ex convento (desde 190 dólares; www.casasantodomingo.com.gt); Casa Encantada, hotel boutique en una casa del siglo 16 (desde 79 dólares; www.casaencantada-antigua.com); y Casa Azul, también boutique pero más moderno (desde 96 dólares; www.casazul.guate.com).
Luego de ver las ruinas e iglesias históricas de Antigua (su otro tesoro), la opción es hacer un circuito. El más famoso es a los volcanes vecinos, como el Acatenango, que se sube en una caminata de dos a cuatro horas. También puede hacer salidas más largas, como a las famosas ruinas de Tikal: se llega en bus desde Flores, y los más aventureros pueden dormir ahí, en hamacas, por menos de US$4.
Fuente:Diario El Mercurio
Texto y fotos: Bárbara Muñoz S., desde Guatemala.
Más información, www.antiguaguatemalaonline.com
DATOS
LLEGAR
A Ciudad de Guatemala vuelan Taca y Copa.
DORMIR
De Flores salen buses a Río Dulce: cinco horas; US$15 en "primera clase". En Río Dulce hay lanchas a Finca Tatín y Livingston.
Finca Tatín: rústica y selvática. Cabaña para dos y todas las comidas, US$50. www.fincatatin.com
Green Bay en Los Cayos del Diablo: resort camino a Livingston. Doble con pensión completa, US$200. www.caminoreal.com.gt
Livingston tiene muchos hostales con dobles con baño privado desde US$20 dólares.
MÁS INFORMACIÓN
www.visitguatemala.com