Las formaciones rocosas y la mata atlántica, que llega hasta el mismo mar, separan las playas en Itacaré. Cada una tiene lo suyo. Sólo una pequeña playa separa la rúa da Orla de la desembocadura del río de Cuentas, en esa boca que se abre al Atlántico. A sus costados, las posadas y los puestos de venta de comidas y bebidas distraen al visitante. En la playa, botes y barcos de pescadores terminan la jornada…
Mucha gente recorre la calle con el torso desnudo, distraída, peleándole al calor sin pensar en apariencias. Está cayendo el sol después de un día de mar intenso, cascadas, trekking por la selva y aventura. Y con el crepúsculo salen las pequeñas garotas con sus mejores vestidos, en general claros y chillones, sobre las pieles oscuras. Los chicos invaden la calle, donde un muchacho pasa a caballo.
En las mismas costas se improvisaron arcos con ramas y se tendieron redes de vóley. Los lugareños juegan su juego cotidiano ajenos a los turistas que van y vienen. De pronto, una procesión pasa aplaudiendo y dando vítores. El visitante cree que venera la puesta del sol. No, están despidiendo a un muerto. Es Itacaré.
Sí, es Itacaré, un pueblo que hace 15 años prácticamente no existía en los mapas turísticos del Brasil. Sensorial y hospitalario, este lugar, enclavado en la Costa do Cacao, se asemeja a un paraíso donde el mar se ofrece en todas sus formas, la vegetación reverbera los sentidos y la cultura se respira hasta por los poros.
Es increíble. El turismo en este lugar que parece haber sido turístico desde el comienzo de la humanidad, empezó en rigor en la década del 90. Desde que una plaga les arruinó en 1989 las plantaciones y fundió a muchos coroneles, la Costa do Cacao debió reconvertirse económicamente. Y para eso tenía a mano la fabulosa playa y una mata atlántica que llega hasta el mar. Pero fue recién con la construcción de la ruta interbalnearia que pueblos como Itacaré, lugar de visita de sólo algunos aventureros surfistas, se convirtieron en centros que combinan turismo con cuidado del medio ambiente, vida pueblerina y una cuota muy fuerte de cultura bahiana.
En este pueblo de 276 años, que venera a San Miguel Arcángel, el turismo provee el 60 por ciento de la economía, que se completa con el cacao, la banana y otros productos. A pesar de haber dejado de ser la tierra de los terratenientes dueños de grandes plantaciones, la Costa do Cacao sigue siendo el principal proveedor del producto en el mundo.
Itacaré tiene 25 mil habitantes entre su zona urbana y rural, 15 mil en la urbana. Entre fin de año y el 15 de enero la visitan 10 mil turistas, lo que le cambia la fisonomía a sus playas, sus calles y su vida sencilla del centro norte brasileño.
Allí se pueden ver reminiscencias de los escenarios pensados por Jorge Amado, no sólo en su Gabriela Clavo y Canela o en Doña Flor y sus dos maridos, sino también, mirando un poco más allá, en prácticamente toda su producción.
Playas
Itacaré se jacta de tener una de las diez mejores playas de toda la costa brasileña. Prainha, una pequeña bahía rodeada de vegetación que llega directamente a los extremos y se mezcla con el mar.
Otra, Itacarezinho, es una playa con palmeras y morros prácticamente desierta, o que no se llena nunca con el imponente contexto de un morro cubierto de vegetación. Allí se llega por un camino que a poco de andar se vuelve panorámico.
En Itacaré las playas son pequeñas, con forma de bahía, y cada una va mostrando sus particuaridades. Ribeira le da la espalda a Tiririca, (llamada así por la vegetación cortante que la caracterizaba) una playa con posadas propias para surfers. Resende, que le debe el nombre a una condesa que la visitaba, es hoy la más virgen del lugar, no tiene infraestructura, es pura naturaleza. Y en la más exclusiva. Siriraco, cuyo acceso es más dificultoso, se practica el nudismo.
En sus playas se puede ver todo. Surfers que se mezclan entre las olas y desaparecen por momentos para retornar volando en el agua, un contorsionista que hace piruetas en la arena y una mezcla de etnias venidas de todo el mundo a disfrutar de sus playas, agua de coco, mesas extendidas para barrer con las Skoll. Y lo que se quiera imaginar. Después de todo, es Itacaré.
Fuera de la ciudad, camino a Sierra Grande, ver la playa Pez da Sierra desde el acantilado causa especial impresión. El mar se despliega infinito y los bañistas se ven diminutos precipicio abajo. Imposible no pararse a tomar la foto de rigor. Allí no se ven sombrillas ni carpas, sólo arena, mar y lo que puedan ofrecer los paradores, en general cálidos y rústicos.
Itacaré se puede disfrutar desde tierra y también desde el mar. No hay que pensar en grandes catamaranes. Cualquiera puede regatear con el timonel un paseo en lancha con motor fuera de borda. Durante el trayecto, el casco entra en un canal muy estrecho rodeado de mangue, una especie de árbol que crece en el agua. Allí van a pescar cangrejos y aratú, un crustáceo que vive en el lugar. La lancha deja el río y se interna en el mar, desde donde se ve el paisaje de las distintas playas con formas de bahía, cada una con su particularidad.
Vegetación
El otro gran atractivo es la vegetación, típica de toda la Costa do Cacao. Como lugar inexplorado, conserva los grandes bosques de cedro, habitados por monos y zorros, emas (una especia de ñandú) capivaras (nuestro carpincho). Palmeras, acaí y pupunha se suman a esa vegetación que obliga a pararse a cada momento para mirar flores, hojas y frutos. Si se va con alguien que conoce y ama la naturaleza (como Erasmo, un guía que se identifica como “Gide & Friend” y se jacta de haber sido tapa de revistas argentinas) el paseo se disfruta el doble. Y no es para menos. La zona tiene más biodiversidad por metro cuadrado que la misma Amazonas. Entre Sierra Grande e Itacaré el camino es sinuoso para preservar el bosque, los camiones no pueden pasar y no se puede circular a alta velocidad.
Tiene muchas áreas privadas pero declaradas patrimoniales, que no se pueden destruir. Es el caso, por ejemplo, de la reserva Tijuipe, donde se paga una tasa de preservación para ingresar por un camino de tierra roja, de vegetación exuberante. A los costados del camino crecen las plantas de alcanfor, las cañas de mono, con su fruto rojo muy atractivo. Allí abundan el cocotero y el dendenser (utilizado para hacer aceite) las dos palmeras más comunes. Todo lo que crece tiene para el nativo una función medicinal, alimentaria o para indumentaria. También crece una mata llamada maní de tierra, cuyas raíces profundas impiden el deslizamiento del terreno.
Toda la región tiene ríos, pero el Tijuipe es el que sirve para monitorear que no haya polución. La vegetación es tan grande que es común ver plantas parásitas crecidas dentro de otras, transportadas por los pájaros. Del biriba se saca la rama para hacer el birimbau, un instrumento para bailar el capoeira. Crece la tamanquira, un árbol cuya madera no sirve para la construcción pero da sombra para que crezca la vegetación primaria.
Allí, en Tijuipe, se llega a una cascada del río homónimo, una pileta que llega a cinco metros de profundidad y un gran asiento de piedra donde basta acomodarse para recibir una sesión de masaje acuático natural. Y a metros de la cascada, por qué no, unos jugos de cacao, cajá, acerola y cupú completan la visita.
Resort en la selva
Algunos predios privados declarados patrimonio cultural y preservable se han convertido en resorts. Como el complejo Villas de San José, un predio de 200 hectáreas donde el 75 por ciento es mata virgen. Tiene una parte hotelera y otra particular, y dos playas, una de acceso privado por tierra y otro (prainha) consederada una de las 10 mejores del Brasil.
En el complejo funcionan el Itacaré Hotel y el EcoResrot, enclavados en un paisaje de selva, pero también de rosas chinas y orquídeas. La policromía de la vegetación reverbera los sentidos.
Y en el mismo predio, morro arriba, funciona el Café Cacao, una especie de preservación, recuperación y mantención del paisaje. Allí trabajan 48 agriculotres en sus huertas comunitarias. Y además cuenta con el a poyo de los turistas. Trabajan por la liberación de la naturaleza en el Programa de Desarrollo Ambiental, tal cual lo explica Marly Britto mientras ofrece una clase de cómo se procesa el cacao.
Alojamiento
El alojamiento sería un capítulo aparte en Costa do Cacao en general y en Itacaré en particular. Allí, la posada Pedra Torta está entre las más famosas (y accesibles) de Itacaré, y es una buena opción para el que prefiere la cercanía del pueblo y el contacto con su gente. Allí se preparan adelante de las narices de la gente los platos típicos, como el acarajé, un bolo de harina de feijao y aceite de dendie con rellenos. O un buen Coco loco (agua de coco, vodka y leche condensada).
Aldea Do Mar, un resort con 16 suites y 23 chalets ambientados con motivos pesqueros, es la alternativa a orillas del mismo mar. Ni hablar de las opciones más sofisticadas, como el Txai, un resort con todos los lujos, donde los bungalows rústicos (equipados como corresponde con jacuzzi y sauna) se piderden entre la vegetación de los morros. Fue el lugar elegido por Nicolás Sarkozy y Carla Bruni para vacacionar. Lo que levantó bastante revuelo en la zona.
Noche
La noche de Itacaré es la continuación lógica de esa comunidad. Las calles empedradas (toda una postal del pueblo) se iluminan con los boliches donde los jóvenes y no tanto ganan la calle en medio de caipirinhas, cervezas y daikiris.
Tomar, hacer sociales y bailar hasta rabiar, siempre que el visitante no se achique frente a esos cuerpos mimetizados que se mueven con destreza matemática en un baile frenético. Y si se achica, es problema suyo, porque en Itacaré la que es bienvenida es la diversión. Como opciones, Favela, Papagayo y Quindal se levantan como lo más concurrido en cualquier madrugada.
La rúa Pituba
Pero antes de entrar en la noche profunda, el visitante puede recorrer la rúa Pituba (viento que se mece entre los coquerales) una calle pintoresca, llena de negocios, donde se impone la compra de algún suvenir. Imperdibles las negras en cerámica con los labios pintados y las motas hechas con alambres ensortijados. O las vasijas y muñecos en madera, y las artesanías infantiles hechas en papel y cartón coloreados. Si algo abunda es el bueno gusto. Sin abusar, se permite el regateo.
Noche, días de playa, caminatas en la vegetación espesa, río, cascadas, capoeira, caipirinhas y un ambiente plenamente bahiano, con todas las reminiscencias de la cultura generada alrededor del cacao. Itacaré es un lugar para descubrir desde el mismo momento que se lo pisa.
Cultura
La cultura bahiana se vive en todos lados. Y los mismos habitantes la mantienen viva. La comunidad Tribu da Porto, por ejemplo, busca preservar sus raíces culturales y transmitir su cultura de generación en generación. Por eso es común verlos ofrecer en la misma playa un imperdible espectáculo de capoeira.
Fuente:Marcelo Castaños / La Capital