Cruceros:Sobre las (casi letales) comodidades de lujo

Éste es el fragmento inicial de una crónica, incluida en el libro Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, que fue publicada por primera vez en Harper’s Magazine en enero de 1996 y que muestra lo que puede ocurrir si se envía a navegar a un escritor que preferiría haberse quedado en su casa…

He visto playas edulcoradas y agua de un azul muy brillante. He visto un traje de veraneo completamente rojo y con solapas gigantes. He olido loción bronceadora esparcida sobre diez mil kilos de carne caliente. He sido llamado "colega" en tres países distintos. He visto a quinientos americanos ABC1 bailar el Electric Slide. He visto puestas de sol que parecen retocadas en computador. Me he unido (muy brevemente) al tren de una conga.

He visto un montón de barcos blancos realmente grandes. He visto escuelas de pececitos con aletas que resplandecen. He visto y olido todos los 145 gatos dentro de la residencia de Ernest Hemingway en Key West, Florida. Ahora conozco la diferencia entre el bingo normal y el Prize-O. He visto equipaje fluorescente y anteojos de sol fluorescentes y pinzas para la nariz fluorescentes y más de veinte versiones distintas de pulseras de goma. He oído timbales de acero y comido caracoles fritos y visto a una mujer en lamé plateado vomitando como un proyectil dentro de un ascensor de vidrio. He apuntado rítmicamente hacia el cielo al compás dos por cuatro de la misma música disco con la que odiaba apuntar hacia el cielo en 1977.

He aprendido que realmente hay intensidades de azul más allá del azul muy brillante. He comido más y con más clase que nunca antes, y lo he comido durante una semana en la que también he aprendido la diferencia entre "bambolearse" por culpa de la marejada y "dar cabezazos" por culpa de la marejada. He oído a un comediante de cruceros profesional decirle a la gente, sin ironía: "Pero en serio". He visto pantalones de vestir fucsia y chaquetas deportivas rosa, cortavientos café y púrpura, y zapatos blancos usados sin calcetines. He visto a talladores de blackjack profesionales tan adorables que te hacen querer rasgarte el pecho de amor. He oído a ciudadanos americanos adultos y de elite preguntar en el mostrador de Atención al Pasajero si hacer esnórquel necesariamente implica mojarse, si los ejercicios de disparar a los platos se hacen al aire libre, si la tripulación duerme a bordo y a qué hora es el Buffet de Medianoche. En una semana he sido objeto de más de mil quinientas sonrisas profesionales. Me he quemado y despellejado dos veces. He conocido a personal del crucero con sobrenombres como "Mojo Mike", "Cocopuff" y "Dave el Bingoboy".

He sentido todo el peso del cielo subtropical. Me he sobresaltado una docena de veces ante el sonido destrozado, ante esa flatulencia de los dioses que es la sirena de un crucero. He absorbido las reglas básicas del solitario chino y aprendido cómo asegurar un chaleco salvavidas sobre un frac. He regateado sobre baratijas con niños malnutridos. He aprendido lo que es volverse temeroso del baño de la propia cabina. He oído –y no soy capaz de describir– la música reggae para ascensores.

Ahora sé, en nudos, cuál es la máxima velocidad de crucero de un crucero (sin embargo, nunca tuve claro qué es un nudo). He oído a gente en sillas de playa decir con toda seriedad que no es el calor, sino la humedad. He visto cada tipo de eritema, lesión premelanómica, mancha hepática, eczema, verruga, quiste, celutitis, varicosidad, encapsulamiento de colágeno y silicona, mala tintura, transplante de pelo que no ha resultado, en resumen, he visto casi desnuda a un montón de gente que hubiera preferido no ver casi desnuda. He adquirido y alimentado un rencor posiblemente de por vida contra el gerente hotelero del barco (cuyo nombre era Señor Dermatis y a quien hoy y por siempre llamaré Señor Dermatitis), un respeto casi reverencial por el garzón de mi mesa y una pasión marchita por mi camarera, Petra, la de los hoyuelos en las mejillas y las cejas gruesas y cándidas, quien siempre usó uniforme de enfermera y olía al desinfectante noruego con que restregaba los baños, y quien limpiaba mi cabina hasta el último centímetro al menos diez veces por día pero a quien nunca logré sorprender en el acto mismo de limpiar. Una figura de encanto mágico y duradero, que merecería una postal para ella sola.

 

Para ser más específico: voluntariamente y por un pago, me embarqué en el Nadir, un crucero de siete noches por el Caribe (…) Este barco y sus comodidades son, desde lo que hoy comprendo sobre los estándares de la industria, absolutamente top. La comida, más allá de lo creíble (…); las actividades a bordo, organizadas para la máxima estimulación y hasta el más mínimo detalle. El barco, tan limpio y blanco que parece hervido. El azul del Mar Caribe occidental, calibrado entre el celeste y el fluorescente, lo mismo que el cielo. Las temperaturas, uterinas. Hasta el sol parece prediseñado para nuestra comodidad. La relación tripulación-pasajeros varía entre 1,2 y 2. Es un crucero de lujo (…) A bordo del Nadir, como se lee en el folleto, usted sólo hará "algo que no ha hecho en un largo, largo tiempo: absolutamente nada".

¿Cuánto hace desde la última vez que usted hizo Absolutamente Nada? En mi caso, lo sé exactamente. Sé exactamente cuánto hace desde que tuve todas mis necesidades cubiertas por algo fuera de mí, sin que yo tuviera que pedirlo. Y en esa época yo estaba flotando también, y el fluido era tibio y salado, y si es que estaba en alguna forma consciente estoy seguro de que no sentía miedo, y lo estaba pasando realmente bien, y hubiera enviado postales a todo el mundo deseando que estuvieran ahí".

Fuente: Diario El Mercurio(Revista)/Por David Foster Wallace

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