Impresiones de una fantástica travesía, recorriendo ciudades de Inglaterra, Bélgica, Suiza y Francia, en los más modernos y confortables trenes. …
Junto a un semáforo, tres mujeres musulmanas esperan que la luz cambie a roja, provistas de secadores de vidrio y envases de agua jabonosa. Una de ellas habla por celular. Otra carga con un embarazo de unos ocho meses. Cuando los autos paran, se abalanzan sobre los parabrisas. Los diarios hablan de la «amenaza» árabe. El universo islámico invade una vieja Europa que se resiste a ver que ya se ha convertido en otra cosa, en refugio involuntario de una aluvional heterogeneidad de culturas.
Estamos en Londres, punto de partida de un increíble viaje de una semana en tren, en el que se recorrerán nueve ciudades de Inglaterra, Bélgica, Francia y Suiza.
Domingo. A las 8.30 nos encontramos en el lobby del hotel Megaro. La coordinadora de Rail Europe y nuestra «guía espiritual», Emilie Pandorfy, da una charla sobre las ventajas de viajar en tren por Europa. Algunas se vinculan con el sentido común: no hay embotellamientos; existen conexiones con aeropuertos, terminales de ómnibus, tranvías o subterráneos; el precio es más ventajoso que el del avión; es un medio seguro; los trenes suizos hasta tienen guardería; el Thalys francés cuenta con wi fi libre. Y yo agregaría: el placer. Viajar en tren es placentero, es romántico, la vida, el paisaje, pasan como en una película, o en un sueño.
Cruzamos la calle (un colorido grupo de doce periodistas de China, Japón, Corea, Taiwán, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica, India y Emiratos Arabes) provistos de nuestras valijas, mochilas y cámaras de fotos. Llegamos a la estación St. Pancras, un edificio victoriano, imponente, con su fachada gótica de ladrillo colorado y la réplica de un antiguo reloj, que comenzó a construirse en 1866, y en el que hoy, la historia convive con un presente lleno de negocios.
Un abismo separa al Eurostar (este gigantesco gusano de acero aerodinámico manejado con joystick y botones, y que alcanza los 300 km/h) de aquellos primeros vagones de madera tirados por caballos allá por 1801, en la Inglaterra de las minas de carbón.
Son apenas veinte minutos de viaje submarino; el resto, en tierra firme, hasta completar 3 horas y 15 minutos para llegar a Bruselas, capital de Bélgica. La naturaleza asoma veloz mientras nos sirven el almuerzo en nuestros confortables asientos de primera, antes de llegar. La visita incluirá el flamante Museo Magritte, en la cima del Mont des Arts, en la zona aristocrática de la ciudad, a pocos metros del Museo de la música.
Luego habrá un recorrido por sus calles de viejos edificios bien conservados, deteniéndonos en algunos puntos de interés, como el bar «A la mort subite», en el microcentro; la zona de tiendas de exquisito chocolate; la Grand Place, circundada por imponentes edificios con sus dorados a la hoja en las fachadas, donde se está festejando la fiesta de la cerveza. «La más rica del mundo, las demás son agua», dirá el guía Didier, y nos instará a comprobarlo en un bar, la Fleur en papier doré, donde solía reunirse el grupo surrealista belga liderado por Magritte (una gran foto del grupo preside uno de los salones).
También veremos algunas de las 34 paredes ilustradas en grandes murales por historietistas (Bruselas es la capital de la historieta: Tintín es belga, lo es Lucky Luke); y el «Manekken-pis», esa estatua del chico que hace pis en una fuente. Un músico le arranca un standard de jazz a su trompeta en una esquina en diagonal a la pequeña estatua, cuando de pronto una mujer, alta, flaca, corte de pelo asimétrico, se para adelante, abre su tapado y muestra su cuerpo desnudo. Risas nerviosas, comentarios aprobatorios, clic, clic, fotos. La modelo se cierra el tapado y se va, una sonrisa y sus tacos aguja repiqueteando sobre el asfalto.
De noche, cena en el lujoso restaurante del hotel Radisson, en una larga mesa que balconea sobre un lago artificial. Cenamos ostras, un raviolón de verduras con exquisita salsa y filet de pescado, todo regado con un buen vino español de Rioja.
París a la vista
Lunes. No sólo en Suiza los trenes tienen horarios exactos, como éste, de 9.13 a 10.35: el tiempo que lleva cruzar de Bruselas a París en esa maravilla que es el Thalys. Si uno quiere abandonar el confort de su asiento, que se hace cama, puede desplazarse hacia el bar, que también funciona como sala de reuniones.
En París visitamos la Opera Garnier. Nuestra guía, Rita, cuenta con oficio aquella historia de reyes y nobleza, de hombres llevando de la mano por las escalinatas del teatro a sus mujeres, los lunes; a sus hijas casaderas, los miércoles; a sus amantes, los viernes. Esos mismos nobles visitando la galería del Palais Royal y a sus prostitutas, con las bandas de música tocando con los ojos vendados para no enterarse de lo que allí, a metros del teatro -en ese pasaje antiguo cubierto que hoy alberga negocios exclusivos como la casa de moda vintage Didier Ludot-, ocurría.
Martes. El TGV de París a Estrasburgo, el más rápido de todos los trenes: recorre 320 km/h. Las viejas casas de balcones con flores se reflejan vanidosas en las aguas del Rin, y contrastan con el edificio ultramoderno, acero y vidrio, que alberga el Parlamento europeo.
Estrasburgo es una ciudad salida de un cuento de hadas. También, las personas que la habitan. Como Jean Jacques, el simpático funcionario que nos recibe al mediodía en una casona medieval devenida restaurante, la Maison Kammerzell, donde comemos tres clases diferentes de pescados sobre un colchón de chucrut, en determinado orden (de lo más dulce a lo más salado), y ahí nos enteramos de que el chucrut cruzó las fronteras, y que también se come con pescado.
Lucerna, Bellinzona y Locarno
Miércoles. Entramos en Suiza. Primera parada, luego de un trasbordo: Lucerna. Desde las grandes ventanas curvas del tren panorámico, el Wilhelm Tell Express, confirmamos que aquellos lagos, casitas en las montañas y variada vegetación de postal eran reales. El lago Lucerna es un verdadero lago de los cisnes, siete clases de peces nadan en sus aguas, una imponente torre de agua, que data de 1300, se hunde 34 metros
bajo tierra, y un viejo puente de madera que se salvó de un misterioso incendio, el Chapel Bridge, lo atraviesa.
Las casas conservan sus antiguos grafittis, como la frase, en latín: «No hay remedio para el amor», donde alguna vez hubo una farmacia. En un paraje algo oculto, una pequeña laguna ostenta como fondo el monumento de un león tallado en una roca natural, en memoria de la muerte de mercenarios suizos en las Tullerías, en 1792.
Sobre esa escultura, Mark Twain escribió: «Es el trozo de piedra más triste y más conmovedor del mundo».
Jueves. El trayecto del Wilhelm Tell Express incluye una sección en barco, el más antiguo en funcionamiento con motor a vapor (1901). En las laderas de las montañas arboladas, el viento y el agua erosionaron la roca hasta formar ciudades enteras en miniatura, especies de altares naturales que no albergan figuras devotas.
Llegamos a Bellinzona, capital de Ticino, limítrofe con el norte de Italia. Su gran atractivo son tres antiguos castillos emplazados a distintas alturas, en la montaña (ver Imperdibles).
Hace cientos de años, cada ciudad de la región hablaba en un dialecto diferente, hasta que, en 1870, el tren conectó el norte con el sur de Suiza, dando origen al «dialecto del tren».
En la Piazza del Sole, tendrá lugar el ritual de los sábados: la feria que funciona como mercado y lugar de encuentro. «Acá nos reunimos para chusmear», confiesa la guía Julie. Y el domingo arranca el festival del vino. Nos perdemos las saturnales, pero alcanzaremos a probar el Merlot blanco de Ticino, el Merlot Sassi Grossi y la grappa (y su variante especiada, el ratafiá).
Luego tomamos un tren a Locarno. Cenamos en el hotel Citadella, frente a la Nueva Iglesia San Cristóbal. Construida en el siglo XVII, fue la primera iglesia suiza dedicada a la Virgen María.Y tiene una historia: Christoforo Orelli, un hombre viejo y rico, se enamoró de una joven y le prometió a la Virgen que si lograba desposarla construiría una iglesia dedicada a ella. El antiguo edificio cuenta, por sí solo, el final. Curiosamente, la estatua de San Cristóbal en su frente tiene el dedo pulgar levantado.
imperdibles
Castelgrande, Montebello y Sasso Corbaro son los tres castillos declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO que conforman el corredor fortificado de Bellinzona, una región del cantón de Ticino, en la Suiza italiana. Del siglo X, Castelgrande es una de las construcciones más antiguas de Suiza. Fue restaurada entre 1982 y 1992 por un arquitecto, Aurelio Galfetti, que le dio vida a la piedra, abriendo espacios para que circule el aire, agua de lluvia, luz, y que construyó el ascensor que estimula el turismo. Un sendero verde que parece una alfombra desciende desde la antigua torre, donde los soldados se apostaban cuidando las fronteras del país. Castelgrande simboliza la independencia suiza del imperio alemán y su fidelidad al ducado de Milán durante la Edad Media (posteriormente Bellinzona reafirmaría esa voluntad negándose a pertenecer a Francia).
No le falta romanticismo al cuadro: el interior del castillo contiene una muestra de pinturas en paneles rescatados de los techos que hacia el año 1470 decoraban la casa que se utilizó para la boda de dos importantes familias de la zona: los Ghingiringhelli y los Muggiasca. Los temas aludidos son el amor, la confianza y la fidelidad, pero también hay caricaturas de personajes importantes de aquella época e imágenes picarescas de un «mundo al revés», donde se ve a un granjero tirando de una carreta o a una mujer persiguiendo a un hombre, desnudos los dos. Y la boda sigue: hoy, los jardines de Castelgrande se usan como escenario de fotos de casamiento, y el restaurante, elegante y moderno, es sede de las fiestas.
Fuente:Gabriela Saidon./Suplemento Viajes diario Clarin
gsaidon@clarin.com
Datos Útiles
Como llegar. A Londres, con Air France, vía París, desde US$ 1.175, con imp. www.airfrance.com de tren. Eurail Select Pass es un pase que permite viajar por hasta cinco países limítrofes, elegidos dentro de una lista de 22, acumulando 5 días de trayectos, en un lapso de 2 meses. Cuesta 327 euros en primera clase y 211 euros en segunda. Sólo hay que sumarle las reservas por los trenes de alta velocidad. Niños acompañados por sus padres no pagan y hay importantes descuentos para menores de 26 años (www.eurail.com). Por su parte, el portal Rail Europe (www.raileurope.com) ofrece la posibilidad de comprar todo (pase más reservas) antes de salir del país, lo que permite no tener que hacer ningún trámite adicional en Europa. El pase suizo Swiss Pass (www.swisstravelsystem.ch) brinda cuatro días de trayectos en segunda clase por 161 euros, y en primera, 241 euros. En caso de que viajen dos personas, cada uno paga 137 o 205 euros, según la clase. Chicos acompañados por sus padres no pagan. Además, con este pase es gratis la entrada a 450 museos, y un descuento del 50% en funiculares, teleféricos y aerosillas. El pase incluye viajes en tranvía y colectivo en las ciudades suizas.
Pases
INFORMACION:
www.hotelmegaro.co.uk
www.radissonblu.com
www.hotel.beaucour.com
www.flora-hotel.ch
www.ibishotel.com
www.fhotels.ch
www.new-hotel.com