Un chef y su padre, fisicoquímico, dan forma en Rosario a esta nueva gastronomía.»El mejor laboratorio de física y química es la cocina», afirma Néstor Delorenzi con la certeza de quien sabe de lo que habla. Físico-químico de la Universidad Nacional de Rosario, hace más de 20 años que explora las propiedades y alteraciones de los alimentos como investigador de la Facultad de Ciencias Bioquímicas en esa ciudad…
Su caso es curioso ya que, a pesar de su saber, hasta hace tres años jamás había ensayado un plato de cocina. Todo cambió cuando su hijo Damián, un ascendente chef rosarino, formado por Martiniano Molina en la escuela de Gato Dumas, le mostró en un libro los secretos de la cocina molecular de Ferrán Adriá, en el restaurante El Bulli.
Los ingredientes le resultaban familiares. El nitrógeno líquido, los alginatos, el agar-agar, el cloruro de calcio, los reactores químicos y los hidrocoloides: todas sustancias utilizadas en esa cocina experimental y de vanguardia que él acostumbraba manipular con otros fines: científicos.
A esa altura la asociación se perfilaba inevitable: el hijo aportaría la creatividad y saber culinarios y, el padre, el conocimiento de los secretos de la física y la química para concebir nuevos sabores y texturas en lo que hoy se conoce como gastronomía molecular, tecnoemocional o científica, según sus distintas acepciones.
Fue, claro, la profesión y pasión del hijo -cocinero ejecutivo del Hotel Ros Tower, de Rosario, el primer cinco estrellas de la ciudad- lo que los animó en una aventura que se estrenó anteayer en Rosario: el desembarco de un menú-degustación de diez pasos de cocina molecular para paladares exigentes ($ 175 con maridaje de vinos de la bodega La Rural).
Esa ciudad santafecina se convierte así en la primera del interior del país en difundir esa cocina de vanguardia, que cuenta con tantos detractores como entusiastas seguidores.
El menú -ravioles esféricos que estallan literalmente al contacto con el paladar, caipirinha de nitrógeno, foie gras con gel de mango, langostinos con algodón de azúcar, cabrito con espuma de leche de ajo junto con la deconstrucción de una tortilla de papas, entre otros platos en lo que nada es lo que parece- son de la autoría del joven chef. Pero todos los procesos químicos que modificaron las texturas originales fueron primero revisados y supervisados por el padre.
Sorpresa
«Lo primero que hay que entender -explica el padre, a punto de recibirse ahora de chef en la academia del Gato Dumas- es que la manipulación de texturas alimenticias altera el sabor original. Por eso, el desafío de la cocina molecular radica en la sorpresa al crear nuevas consistencias, pero sin resignar el sabor.»
A su lado, el hijo muestra una espuma etérea de boquerones y una esfera de mango que parece sólida, pero que es puro jugo. ¿Cómo recibirán la propuesta los rosarinos, acostumbrados como en el resto del país a las tres grandes «p» (pizza, pasta y parrilla) de la cocina?
«Creo que hay que perder prejuicios y animarse a la experimentación gastronómica», dice Damián Lorenzi.
«A este tipo de cocina de vanguardia muchos la desacreditan por desconocimiento y por lo intrincado de su elaboración. Pero ese descrédito va en parte de la mano de una verdad irrefutable: un chef de cocina molecular puede hacer ése y otros tipos de preparados con niveles de excelencia. No obstante, a un chef de cocina tradicional es muy difícil que un plato molecular le salga bien si antes no experimentó durante días hasta lograr la reacción química adecuada.»El padre asiente. Sabe de lo que habla.
Fuente:Loreley Gaffoglio
LA NACION