Maceió ambiciona ser el gran destino del nordeste brasileño. Sus folletos no incluyen ciertos detalles -delincuencia, pobreza- que sólo son visibles si uno se empeña en buscarlos. Pero ¿quién quiere tanta realidad?…
El Atlántico turquesa y caliente está a un paso de estos vasos con hielos, limoncitos y vodka. Y hay una playa de inolvidables arenas finas y olas suaves sobre arrecifes que forman piscinas naturales cuando la marea está baja, sólo a un par de kilómetros de la sonrisa del brasileño que nos trae caipiroskas a mí y a todos mis nuevos amigos, que reímos demasiado fuerte en este barcito con piñas en medio de una piscina gigante de resort.
Eu, eu!, ¿vocé pode me trazer uma caipiroska?, es lo primero que aprendí a decir pisando Maragogi. Obrigado, lo segundo. Uma cerveja, amigo, lo último. No hace falta más. La pulsera fluorescente es una experiencia mágica que todo chileno merece vivir. Succionar la bombilla. Estirar el cuello. Levantar cejas. Lentamente, alzar el brazo, girar el dedo índice para que un moreno sonriente se acerque con más caipiroskas. El deporte de parar el dedo con el agua hasta el cuello puede practicarse durante horas, sin peligro de inmersión.
A la vuelta de la palmera están Maragogi, la reina de las playas de la costa norte, y la playa de Sao Bento, donde desemboca el río, allá donde se ven los quitasoles y la gente recostada bebiendo cerveza y a garotas gordas y flacas caminando relajadas entre el mar y los verdes coqueiros. Pero no logro escapar de este all inclusive. No soy el único. «Esto es un sueño, te lo digo en serio, mi vida normal es otra cosa», me dice uno de mis nuevos amigos, chileno profesional avispado promedio, y besa a su novia brasileña de estos días, y la toma en brazos, y le baila samba, y le da besitos y sorbitos a su caipiroska.
Son las últimas horas de un viaje junto a agentes de viaje y en el que estuvimos muy atentos a lo que nos estaban vendiendo: que venir al pequeño estado de Alagoas y moverse por las costas de Maceió, al norte y al sur, es mejor que ir a Recife, o a Fortaleza, o a Río, o al loco Sao Paulo. Han sido días de brisa tibia, calma, camarones y mandioca, playas de acuarela y pueblitos de pescadores y artesanos ultra gentiles. Ya saben, así es la gente del norte: más humilde, más cariñosa, más pobre. Han sido días de vista gorda, también: lo descubrí de improviso, leyendo el diario local.
La primera mañana en Maceió despertamos a las 7 y ya había mucho sol, una playa larga y silenciosa y la Gazeta de Alagoas en la puerta de la habitación del hotel. «Maceió es la capital más peligrosa del país», decía el título de portada. La número uno en la lista de ciudades violentas con más de cien mil habitantes y con peores índices de vulnerabilidad social, violencia juvenil y embarazos adolescentes. Salvador está quince lugares más abajo. Sao Paulo figura en el lugar 27. Por un segundo, me siento un corresponsal de guerra. Una guerra invisible e innombrable: aquí nadie quiere hablar de esto con los turistas.
Hoteles de cuatro y cinco estrellas le han cambiado la apariencia a esta larga costanera que hasta 1980, o sea, anteayer, era sólo dunas y palmeras. Radisson llegó a Maceió y hay proyectos aprobados para construir hoteles grandes en la Playa del Francés, favorita de surfistas, saliendo de la ciudad hacia el sur. El aeropuerto tiene cuatro años y es de los modernos de Brasil. Las autoridades apuestan a que el turismo playero sacará a Maceió y Alagoas de los primeros lugares en los ránkings nacionales de pobreza. Algo que ni la caña de azúcar, ni las vacas, ni el tabaco, ni la incipiente industria de gas natural y petróleo pudieron hacer.
«Está todo bien, todo tranquilo, no tenga miedo. Los más jóvenes son los más violentos, están muy aburridos, no tienen trabajo, no quieren trabajar, debes tener cuidado en las noches, caminar poco, tomar un taxi, es todo», dice Rafael, el barman del Ritz, un tipo de 25 que termina su jornada en el hotel cerca de la medianoche, cobra sus veinte reales y se va caminando a la casa de la familia, en Sururu de Capote, una favela levantada junto la Laguna Mundaú y que como turistas no estamos invitados a ver (seamos justos: es más o menos lo mismo que ocurre en cualquier parte de Sudamérica. Si sabes caminar en las calles de Santiago, puedes caminar en cualquier parte).
Wellington tiene 22, nació en Maragogi, su viejo es pescador y sabe bucear y tomar fotos submarinas con su cámara digital. Trabaja vendiendo veinte fotografías por veinte reales a los turistas que llegan temprano y en lancha a las piscinas naturales, en la costa de los corales, frente a la blanca Paripueiria y la Barra de Sao Miguel, y que posan afirmados en los corales protegidos por ley. Le pregunto qué es lo que menos le gusta de aquí.
«Todo me gusta, mi amigo, todo. Tengo estas playas, vivimos tranquilos acá, estamos lejos de la ciudad, acá no nos gustan los problemas… Yo estoy tranquilo, gano algo de dinero en las mañanas, con los turistas, no es mucho, pero puedo surfear con los amigos, jugamos fútbol, vemos televisión en casa, en las tardes veo a mi chica, bebemos unas cervezas. A veces bailamos forró en la discoteca del pueblo. Soy un hombre contento», dice Wellington, y se despide chocando los puños, sonriendo, como casi todos en este lugar.
Estamos a nueve grados de la línea del Ecuador y aquí amanece a las cuatro de la mañana y a las seis de la tarde ya es de noche. En la costanera de Maceió, un miércoles de primavera cualquiera, con 24 grados Celsius y una brisa exquisita, los focos iluminan las playas: Cruz das almas, Jatiúca, Ponta Verde, Pajucara, da Avenida, do Sobral, todas bellas, hasta el Pontal da Barra, donde comienza la carretera AL-101 Sur.
Los barcitos y restoranes se llenan rápidamente. Unos dan partidos de la Champions League, otros ponen fuerte el forró, en algunos tocan música en vivo: más forró, algo de jazz, un poco de rock, un incomprensible stand-up comedy en portugués. La mitad de la gente trota, mujeres con grandes curvas y pelo negro, hombres fibrosos y bronceados. El resto, come, bebe, camina, espera su bus en el paradero. La ciudad eléctrica se enciende y las jóvenes prostitutas, bellas y desabrigadas, se juntan y esperan a sus clientes apoyadas en los autos de sus amigos taxistas, frente a los bares más alejados del centro. Los policías miran desde cerca. Algunos las saludan y conversan. Nadie rompe la frágil armonía citadina. Ni los turistas confiados, rojos y contentos, ni los chicos que los miran, en silencio. Es un momento agradable.
Pido una cerveza. Brindo con un desconocido. Miro el noticiero local. La prensa informa: los niños de Maceió no quieren ir a clases para no ser golpeados ni asaltados por compañeros; los policías civiles están en paro, amenazan con llegar hasta las últimas consecuencias; un niño delincuente muere en un tiroteo con la policía después de asaltar una tienda en pleno centro, a un par de cuadras de aquí; partidarios de Mahmud Ahmadinejad, el presidente de Irán, invitado oficial en estos días, se enfrentan a golpes con los que no pueden comprender qué clase de invitado es este. Las autoridades anuncian, orgullosas, la inauguración del primer shopping center de la ciudad: Plaza Maceió, con el setenta por ciento de sus locales abiertos. Camino por calles cercanas al mar. La vida me resulta familiar en el mundo real.
En el estado de Alagoas hay una región protegida, en el límite noroeste con Pernambuco, donde hace siglos se establecieron los quilombos, refugios de indígenas que migraron desde la costa hacia el interior, huyendo del invasor portugués, español u holandés. Allí hay también grandes cañones con cascadas, pueblos coloniales de barro y piedras, haciendas ganaderas con leyes propias, interminables campos de caña de azúcar, llanuras desoladas y reservas ambientales sobrepobladas de caimanes.
Pero pocos vienen a Alagoas por sus misterios interiores. El gancho son las más de treinta playas de postal, las desiertas del norte y las onderas del sur; con acantilados de veinte metros, y las que están ancladas con manglares.
Ya vi las lagunas y frondosas barras al sur de Maceió, ubicado casi en la mitad matemática de la costa, y la foto mental del paisaje verde y azul que provoca la unión de las aguas dulce y salada. Mata atlántica más espesa, gente tomando sol y comiendo. Barcos camaroneros rompiendo la ola para salir a pescar. Es lo que pasa ante nuestros ojos.
Aquí está una de las mejores playas de Brasil: «Playa de Gunga, en la Barra de Sao Miguel, un balneario espectacular para gente con dinero, eso sí, gente importante, como Fernando Collor de Mello (ex alcalde de Maceió, ex gobernador del estado, ex presidente de Brasil y actual senador), que tiene su casa aquí, no su casa de verano, su casa», dice Marconni, el guía, antes de tomar el barquito que nos llevará a la playa top ten que recorreremos en buggy, hasta las falésias, formaciones de arena y sal. He oído esto antes: la simpleza de estas playas y estos pueblos contagia el alma y sólo por eso debieran dar ganas de quedarse.
El balance mental me lleva a otros lugares: el Pontal da Barra y las ancianas tejiendo con la técnica filé, redendé y punto cruz, un marco e hilo. Hacia el norte de la capital, Guaxuma, lugar favorito de los locales para el fin de semana, con kioscos y bares; Garca Torta, lindo pueblo; Pratagy, Ipioca y sus piscinas naturales; Sonho Verde, buena playa para bucear entre protegidos manatíes; la Barra de Santo Antonio, imperdible caleta perdida en inmensos campos de caña de azúcar; y la Ilha da Croa, entrando en el techo de un jeep a Carro Quebrado, otra playa solitaria, prehistórica y hermosa. Los muchachos juegan con una pelota cuando no venden su arena en botellitas, por solo treinta reales, a los turistas.
La belleza celeste y pura de las fotografías que aparecen en las nuevas guías turísticas de Alagoas está allí, en el mundo real. Estas playas se pueden ver, oler, disfrutar. Existen, como dicen que también hay luz en la oscuridad, como la esperanza en un hombre abrumado. Este es el momento perfecto para venir, y ver lo que sea que te empeñes en buscar como la imagen de un pueblo. La realidad, al final, es un asunto de conveniencia.
Por Werne Núñez, desde Maceió, Alagoas, Brasil/Revista Domingo Diario El Mercurio/elmercurio.com..