Rangiroa :El paraíso casi existe

En el archipiélago de las Tuamotu, Rangiroa acapara muchas de las mejores playas de los alrededores de Tahiti, donde los tiburones aún nadan tranquilos con los humanos, algunos nativos viven sólo de la pesca y todavía se respira el aire dulce de la Polinesia…

   
 
El recuerdo, según los cánones occidentales de hoy, es la imagen perfecta del paraíso: un catamarán blanco flotando sobre el mar cristalino, el agua color celeste radiante, diminutos islotes decorados con cocotales de fondo, el cielo manchado sólo por una estilizada nube en el horizonte. Estaba en Lagon Bleu, uno de los rincones más remotos de Rangiroa, donde muy pocos pueden llegar y las playas pasan semanas sin visitas. Es, en palabras de los folletos y los guías turísticos, el paraíso.

Y no se equivocan.

Tampoco exageran.

Por diez minutos me quedé solo en Lagon Bleu. Fue como estar dentro del spot televisivo de una bebida light -delirio producido por la belleza de Rangiroa, que de tan natural, parece de mentira- y, por eso, empecé a pensar por qué para tantas personas -partiendo por los publicistas- la imagen del paraíso era igual a la que tenía enfrente.

En momentos en que sólo debí haber disfrutado del paisaje, Rangiroa me hizo pensar estupideces como ¿por qué el paraíso no es un bosque milenario o un valle verde en medio del desierto?

Entonces, por suerte, el resto de los pasajeros del catamarán donde navegaba volvió a la playa. Así, me tranquilicé y al fin comencé a disfrutar del lugar sin preguntas en la cabeza. Nadé. Miré a mi alrededor. Y saqué mi primera conclusión del viaje: «El paraíso, sin compañía, no es el paraíso».

«Isla madrepórica de forma anular, con una laguna interior que comunica con el mar por pasos estrechos». Anotada en mi libreta, la definición para «atolón» de la Real Academia Española llevaba varias semanas ahí cuando volví a leerla. A mil metros de altura, cuando entré en el espacio aéreo de Rangiroa, lo que vi por la ventanilla cuadraba con la definición del diccionario: un anillo de arena formaba una piscina inmensa en medio del Océano Pacífico. Pero no decía nada del color celeste y radiante del agua ni de las miles de palmeras y flores que tapizaban la arena.

Después de un viaje de poco más de una hora desde Papeete -ciudad ubicada en la isla de Tahiti, el centro administrativo de la Polinesia Francesa- aterricé en Avatoru, la principal aldea de Rangiroa: sin edificios de altura, centros comerciales ni semáforos. Salvaje y perfecta, tal como había visto en las páginas web que revisé antes de viajar, era el sueño de -casi- todo el mundo.

El mar interior, la piscina dentro del anillo de Rangiroa, tiene 68 kilómetros de largo por 25 de ancho. Es tan grande que un viaje en lancha desde Avatoru a la playa más famosa del atolón, Sables Roses, toma más de dos agitadas horas. Por eso, lo más cómodo, si se tiene el dinero, dicen, es navegar en el Haumana, un catamarán de diseño y servicio sofisticados que navega mientras duermes, para despertar en los sitios más naturales de Rangiroa.

Sobre la cubierta, la bienvenida a bordo fue un cóctel con leche de coco, mientras comenzábamos a navegar con rumbo a Tiputa, un paso de agua que une el mar exterior con la laguna, famoso por el espectáculo que delfines salvajes dan ahí cada atardecer.

Después de haber visto algunos shows de estos animales en acuarios, el panorama, al parecer, no sonaba muy emocionante para nadie. Pero bastó un solo brinco de 5 metros para que cambiaran las expresiones de las caras de quienes pensaban que se trataba de algo igual a un acuario.

De hasta 600 kilos de peso y tres metros de largo, esta clase delfines habita sólo en el atolón de Rangiroa, me dijeron mientras una decena de estos mamíferos aprovechaban la fuerza de las olas que entraban desde el mar abierto hacia la laguna interior para elevarse, entre 2 y 5 metros, sobre el agua. Más de alguien lloró. A 50 metros de distancia, los delfines salvajes parecían saltar con sincronía coreográfica. Y el adjetivo «salvajes» tiene una importancia especial en el archipiélago de las Tuamotu, donde los delfines son considerados casi diabólicos.

Al contrario de lo que sucede en casi todo el resto del planeta, para los polinésicos  los delfines son peligrosos, y no se tragan ni una sola escena de Flipper. En cambio, los tiburones son los animales más respetados del mar, incluso venerados, pues creen que los humanos descienden de éstos.

Con unas 250 islas, islotes y bancos de arena, Rangiroa es el atolón más grande del archipiélago de las Tuamotu, y uno de los más grandes del mundo. «Cielo grande» en lengua nativa, Rangiroa también es el mejor lugar para bucear en toda la Polinesia. Esto lo comprobé en Kiroria, un lugar que también es conocido como «el acuario», muy cerca de la aldea de Avatoru. Con esnórquel y máscara, bastó con sumergir la cabeza bajo el agua para ver millones de peces pequeños de colores, una manta raya y una barracuda de casi dos metros de largo: lo que parece una proeza digna de Jacques Cousteau, la verdad, no tiene nada de extraordinario en estas aguas.

Cuando más tarde vi un tiburón martillo pensé que ya lo había visto todo, pero, de manera inesperada, fue una tortuga marina, nadando en cámara lenta, lo que más me sorprendió; mejor dicho, lo que más me emocionó. No lloré, pero bien podría haberlo hecho.

Sin dudas, pensé: pasan cosas extrañas cuando estás en Rangiroa.

Desperté y por la ventana de mi cabina vi, a lo lejos, tres manchas rosadas en medio del mar. Habíamos navegado toda la noche y estábamos anclados muy lejos de Avatoru, en uno de los sectores más remotos de Rangiroa, llamado Sables Roses: tres porciones de arena, de no más de 100 metros cuadrados cada una, de formas irregulares, rodeadas de las aguas más puras del atolón.

Después del desayuno (pescado crudo con leche de coco y frutas) partimos en motos de agua a Sables Roses, para nadar con tiburones black tie.

«Tiburones pequeños, pero tiburones al fin y al cabo», advirtieron los guías, cuando comenzaron a explicarnos las reglas de la inmersión: los instructores pondrían trozos de carne de pescado fresco en el agua, los tiburones vendrían rápido a comerlos, disputándoselos cada vez que arrojaran más carne; todo esto sería muy cerca de nosotros, los incautos turistas; quienes deberíamos estar siempre con los brazos muy pegados al cuerpo, sin hacer ningún movimiento; «como momias», para no asustar a los animales.

Bastó un trozo pequeño de carne, de 3 por 3 centímetros, para que un grupo de diez tiburones llegara en menos de 5 segundos. Luego arrojaron más carne y llegaron más tiburones, que sumaban pronto unos 50, nadando entre los pasajeros del Haumana que se hicieron los valientes.

Sólo puedo hablar por mí y, de verdad, debo reconocer que la escena es brutal: estelas rojas de sangre disolviéndose en el agua, movimientos eléctricos de los tiburones y, en el inconsciente, cientos de documentales de ataques de estos animales y la clásica película de Spielberg.

En un comienzo la adrenalina estuvo tan alta como en un salto en bunjee, sobre todo cuando un tiburón se acercó directo hacia mí, hasta un metro de distancia. Poco a poco la tensión bajó y, entre los rayos de sol que se dibujaban en el agua, los tiburones empezaron a convertirse en animales hermosos y delicados. Entonces, recordé que, según la cultura local, los tiburones son los antepasados del los humanos y, ya más relajado, comencé a intuir por qué los tiburones eran sagrados en Rangiroa.

Al tercer día, después de una paralizante dosis de miedo, emociones provocadas por la naturaleza y reflexiones triviales sobre el paraíso, partí al motu Tupapaurua, una pequeña isla dentro del atolón, donde una familia -padre, madre, tres hijos de entre 2 y 7 años- vive sola. Lejos de todo. Cuando bajé de la lancha, claro, pensaba que estaba frente a las personas más afortunadas del planeta, que había gente que, sin estar muerta, vivía en el paraíso. Pero, a medida que pasaban los minutos, fui cambiando de opinión de manera radical: bajo cocotales y rodeados de aguas turquesa, la familia vivía sin comodidades básicas, como alcantarillado, cuestión que en verano atraía millones de mosquitos por las noches y los obligaba a dormir sobre una casucha construida 50 metros mar adentro. Me explicaron que ese mismo principio fue el origen de los coquetos palafitos que hoy son símbolo de los resorts polinésicos y, además, que tenían muchos problemas para conseguir agua dulce, pues dependía de la lluvia que atrapaban a través de un sistema de canaletas, que iban a parar a tambores oxidados por el paso del tiempo.

La realidad dinamitó mis ideas sobre el paraíso.

Conmovido por la miseria y la realidad irónica de la familia del motu Tupapaurua, fue imposible no comprarles un par de sus artesanías. Las abandoné el día en que desembarqué del Haumana.

 

 Datos prácticos
LLEGAR

Con Lan a Papeete, desde donde Air Tahiti (www.airtahiti.aero) vuela todos los días a Rangiroa. El viaje dura una hora. Pasajes desde 300 dólares.

DORMIR

El mejor hotel es Kia Ora (www.hotelkiaora.com), con tradicionales bungalows sobre el mar. Si piensa viajar este año, tenga presente que estará cerrado. Las opciones son el Novotel (www.accorhotels.pf) y una decena de posadas familiares.

NAVEGAR

Las travesías del Haumana (www.tahiti-haumana-cruises.com) son de 3, 4 ó 7 noches. Desde 2.450 dólares por persona, con sistema todo incluido.

MÁS INFORMACIÓN

www.tahiti-tourisme.cl

Texto y Fotos: Rodrigo Cea, desde Rangiroa, Polinesia Francesa..
 
Fuente:Revista de El Mercurio/ diario.elmercurio.com

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