Cruceros:Tiene todo el confort para disfrutar de un viaje inolvidable

De todos los lugares del mundo hay uno y sólo uno desde donde partir a la aventura es natural como respirar: Génova, la ciudad, el puerto, que alimentó las fantasías de Cristóbal Colón, el Gran Navegante…

Nada es seguro en sus callejones oscuros, en sus plazas llenas de vida y mucho menos en su embarcadero, donde se cruzan las historias de los hombres rudos que desafían los peligros del mar y las de las mujeres que los despedían y los esperaban en tierra firme.

Génova es el hogar de Costa, la primera empresa de cruceros que se atrevió a llevar sus pasajeros y sus lujos hasta el profundo sur de América, a la Argentina, allá lejos y hace tiempo, aunque la memoria de sus viajes a Ushuaia, al embravecido oleaje del estrecho de Magallanes, aún hoy siguen vivos en la memoria de los que los que los han disfrutado y de sus hijos y sus nietos, porque cuando la compañía llegó al país, en 1849, embarcarse en una vacación era un privilegio de pocos.

Hoy, disfrutar un crucero en familia, está al alcance de la mano. Aunque, cuando uno recorra el barco, la cubierta, los camarotes, los restaurantes, los casinos y hasta los teatros, no pueda dejar de preguntarse cómo hizo para permitirse un lujo semejante. Y no tiene nada de raro, porque si se reserva con tiempo, si se examinan con cuidado las ofertas, los destinos, las fechas, se pueden conseguir precios que, si se evalúa la relación costo-beneficio, son muy accesibles.

Los mares están al alcance de la mano, los del sur, que tanto han dado que hablar a la literatura, al cine, y los otros también, que por no estar en la boca de todos son menos valorados. Es que, con las facilidades que ofrece la navegación, hoy no hace falta ser el Corto Maltés para poder acodarse en cubierta, con un scotch en la mano, y la mirada perdida en el horizonte que es mitad cielo y mitad inmensidad, olas, mareas y promesas de destinos exóticos y sentimientos imborrables.

En Génova, que es el comienzo de todo, hay tanto para ver que al cabo de unas horas uno se promete volver. Cuanto antes. Sus callecitas sepenteantes, la Catedral de San Lorenzo, la Plaza Ferrari, donde a la luz del día tanto como por la noche bulle de vida, invitan al paseo sin plan, sin tiempo, a dejarse llevar. Aunque, seguro, todos los caminos lleven a esa pequeña casa de ladrillos de piedra donde dicen que vivió Colón y que uno quiere llevarse como trofeo en una foto.

Pero no es de la capital de la región de Liguria de donde partirá el Costa Pacífica, el majestuoso crucero que recorre el Mediterráneo durante los meses del verano europeo. Lo hará de unos pocos kilómetros al Oeste, en Savona, donde la compañía posee un puerto propio que le permite brindarle a los pasajeros un embarque más rápido y cómodo. Una ventaja que los cruceristas avezados, que saben de las demoras que se puede sufrir si al abordaje es inadecuado, valoran y mucho.

El viaje de Génova a Savona, por tierra, es encantador, de un lado la montaña y del otro las playas que, en esta época del año, están repletas de bañistas en busca de relax, un buen bronceado y refresco en las aguas turquesas del mar. Y si el paseo entusiasma, el barco, un gigante blanco, con una chimena azul con una letra C amarilla en la chimenea, causa un impacto fuerte. No importa si ya se ha navegado en un crucero antes siempre es lo mismo: el tamaño causa un sacudón.

Y no es para menos, son 114.500 toneladas de placer que, en el caso del Costa Pacífica, tienen un leit motiv electrizante: la música. La nave, que tiene una altura y un porte que no tiene nada que envidiarle a un edificio de alta gama del distrito comercial de cualquier gran capital del mundo, fue diseñada de proa a popa, de babor a estribor, con la idea de transmitirle a los pasajeros ese sentimiento universal y apasionantes que transmiten las melodías, las canciones, el ritmo.

Desde Beethoven hasta los Beatles, en cada uno de los rincones suenan las partituras de los creadores más geniales. Cada hora, cada ambiente tiene su banda sonora. Al aire libre, a la vera de sus cuatro piscinas, se agitan los ritmos caribeños, bailables; en el piano bar, las canciones románticas, las italianas, las que acompañan los momentos más inolvidables de la vida; en la disco, que invita a seguir la fiesta hasta bien entrada la madrugada, reina la electrónica.

A bordo del Costa Pacífica, la música es la protagonista absoluta: compuesta y con arreglos nuevos del maestro Mauro Pagani, acompaña la travesía, tanto en sus momentos de relax como en los de agitación. Tanto es así que aquel que quiera llevarse un souvenir de su paso por el barco puede grabar, en una auténtica sala de grabación profesional, su propio CD. La experiencia no sólo es única sino también muy divertida, porque cantar como lo hacen los profesionales es genial.

Hasta ahí apenas la primera impresión, la que uno se lleva desde el puerto, la que se recoge después de dar una vuelta por el interior del barco, que en un primer momento parece laberínticos y después de un par de días termina siendo tan familiar como la propia casa. Y es así porque, si uno duda, si uno se pierde, siempre hay a mano un tripulante dispuesto a ayudarlo, con una sonrisa y hablando su mismo idioma. Ese es el valor que tiene que la comunidad del crucero sea multicultural.

El primer día de navegación siempre es igual: un vistazo al camarote, que es más amplio y cómodo de lo que uno espera y a recorrer el barco. Primero, los restaurantes, que en el Costa Pacífica son cinco, con una gran variedad de platos y horarios; después, la cubierta, con sus barras de tragos y cómidas rápidas y las piscinas, y por último, el área comercial, que ofrece todo tipo de tentaciones y, gracias al cielo, días de ofertas. Después, inevitable, el simulacro de emergencia.

De ahí en más todo es descanso y tranquilidad, lo que uno busca en las vacaciones. Y prepararse para el primer desembarco, en Marsella. La ciudad que, aunque sea la primera vez que se ponga un pié en sus embarcaderos rodeado de un lado y del otro por los empinados mástiles de los veleros más lujosos que uno pueda imaginar, resulta familiar. ¿Por qué? Por el cine, obvio, y más que nada por «Contacto en Francia» y las persecuciones en auto de Gene Hackman por sus calles intrincadas.

Marsella, hay que decirlo, es más que una posta de la Riviera Francesa. Es un puerto con personalidad, que a la vuelta de cada esquina tiene un bar, grande, pequeño, mediano, con mesas en la vereda que invitan a tomar un capuchino mientras se fuma un Gitanes o se lee, al sol, la última novela de Murakami. Las peatonales, el mercado de frutas y verduras y, en lo alto de la colina, la catedral de Notre Dame de la Garde son lugares donde puede pasarle la tarde, la vida también.

Pero hay que correr, el barco zarpa a las seis y no hay clemencia para los que llegan tarde: se quedan irremediablemente en tierra. El apurón, inevitable, cuando uno se deja seducir por las ciudades, vale la pena, porque en el crucero lo que espera es puro placer. Un baño reparador en el jacuzzi, una bebida relajante junto a la piscina y toda la noche por delante para ir al teatro a disfrutar el show que, como los que se programan cada día, combina en dosis justas música y variedades.

Casi sin tiempo para pensar, el mínimo apenas para alistar la cámara de fotos, una botella de agua mineral y un par de lentes oscuros, al día siguiente, después de un sueño profundo y plácido, acunado por el movimiento del barco, arranca la caminata por Valencia. Con un sólo norte, un único destino: el mediodía, un restaurante bueno pero sencillo, si es posible que tenga una terraza soleada, y cumplir el sueño de comer una paella justo ahí donde se ganó su prestigio mundial.

Pero la paella, que se imagina abundante, arroz amarillo, azafranado y todos los mariscos que se puedan pescar en el Mediterráneo, tendrá que esperar. Es que la ciudad respira ese ambiente contagioso de las fallas, de los altares de flores que decoran los bares y los altares también, ese ambiente que empuja a los pies a caminar una cuadra más y otra y otra, porque ahí, a la vuelta de la esquina, puede haber una sorpresa, una más entre las tantas que regala la ciudad.

La plaza de la Catedral, las Torres de Serranos, los Jardines del Turia van llevando al turista de las narices de un lado a otro sin darle tiempo a recobrar el aliento. Pero es en la Lonja, en el Mercado Central, donde se aguzan los sentidos: los olores, sabores, sonidos son embriagadores, cautivantes, tanto que uno olvida a que vino y de pie, en la barra de un bar al paso, improvisa un tentenpié, con unas tapas y una caña, y sigue el camino, porque en un rato hay que volver al barco.

Por fortuna, después del atracón valenciano, que no fue gastronómico sino turístico, hay un día entero de navegación. Un oasis para asolearse en cubierta, hacer ejercicios regenerativos en el gym y, si se sabe lo que es bueno, hacerse una escapada al Samsara Spa, donde después de una sesión de masajes o de un tratamiento termal es inevitable visitar la Casa de Té Japonesa, donde en una amplia estancia con amplios ventanales con vista al mar se puede vivir una experiencia ayurvédica.

Pero el relax dura poco, siempre hay un ansioso, un entusiasta, que tiene un plan mejor que meditar con la mirada perdida en el horizonte. ¿Cómo decirle que no? Imposible, no por convincentes sino por insistentes. En un caso así, siempre mejor asentir que discutir. La máxima no pertenece a ningún filósofo budista sino al viejo que, después de resistir estoicamente los embates de mamá, que le pedía que hiciera esto, que fuera allá, que la llevara al otro lado, decía resignado: «Sí, querida».

Esta vez la invitación valió la pena: último deck, el superior, al que sólo llegan los amantes de la adrenalina y las emociones fuertes. Ahí está el Gran Prix, un simulador de Fórmula Uno, en el que uno puede vivir en carne propia el vértigo de manejar un auto a 200 kilómetros por hora y no morir en el intento. Una aclaración: no es un videojuego, es una réplica de una Ferrari en la que uno se introduce de cuerpo entero y volante en mano empieza a girar en una pista de carreras.

Después de un par de tortazos contra el guard rail uno se da cuenta que no es un gran campeón ni nada que se le parezca y, aunque le den un diploma que evoca su paso por el Gran Prix, sabe que sólo se subirá a un auto de carreras si no es de verdad. Si es de juguete. Para bajar la excitación nada mejor que bajar al piano bar y tomar un trago, la carta es interminable, así que sólo hay que pedir el que a uno le guste o arriesgarse a lo nuevo, siempre escuchando buena música.

Inevitablemente, llega la última parada: Lisboa, la ciudad vieja, que a primera vista luce cansada pero que cuando uno se anima a ir más allá, a aventurarse en esa callejuela que se ve donde empieza pero no donde termina, se la descubre intensa, misteriosa, llena de secretos que se van descubriendo como por arte de magia. Lisboa es mucho más que «la ciudad de las siete colinas», el funicular que sube pesadamente a El Chiado y la poesía de Fernando Pessoa, pero también es eso.

Así que hay que subir al Barrio Alto, adentrarse en sus calles meandrosas, y llegar hasta A Braileira, el bar donde paraba el autor de «La hora del diablo» y sacarse una foto con la escultura de bronce que lo inmortaliza, con sombrero, gesto reconcetrado y bigote frondozo y geométrico, en una de las mesas de la vereda. Un rito de turista de Guía Michellin. Sí, claro, pero inevitable. Haber estado en Lisboa y no hacerlo es como venir a Rosario y no ir a El Cairo. Un gran error.

Un verano para navegar por los mares del sur

Costa Cruceros continúa su expansión en Sudamérica. Por primera vez en la historia la compañía, la número uno de cruceros en Europa, presentará cuatro naves de más de 100 mil toneladas durante la temporada de vernao 2011-2012, que operarán desde el puerto de Buenos Aires y los de Brasil.

Este verano el Costa Pacífica, uno de los barcos más modernos de su tipo, por primera vez hará recorridos en esta parte del mundo. Ofrecerá diez salidas desde Río de Janeiro o Santos, con paradas en Salvador, Ilheus e Ilhabela.Los gemelos Costa Mágia y Costa Fortuna, zarparán desde el puerto de la ciudad de Buenos Aires, como ya lo han hecho con éxito en temporadas anteriores.

El primero tocará Punta del Este, Angra Dos Reis, Río de Janeiro, Buzios e Ilhabela, en cruceros de 7, 8 y 9 noches. También realizará una salida antes de Navidad, dos minicruceros a Punta del Este y el tradicional transatlántico. En tanto que el segundo cumplirá una ruta que incluye paradas en Punta del Este, Porto Belo, Santos (Guarujá) y Río de Janeiro.

El Costa Victoria, uno de los barcos que hace más tiempo cubre recorridos en América del Sur, embarcará en Buenos Aires y Montevideo. Este año realizará para Año Nuevo un recorrido especial que hará noche en Río de Janeiro para que los pasajeros puedan apreciar los fuegos artificiales que iluminan las playas de la ciudad desde la Bahía de Copacabana. Otra de sus salidas especiales será la del crucero de Carnaval, que también contempla una noche en Río de Janeiro para que los viajeros puedan apreciar el desfile de scolas do samba en el famos sambódromo de la ciudad. También hará escala en Porto Belo, Santos e Ilha Bela.

Fuente:www.lacapital.com.ar /Ricardo Luque

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