Galápagos: Las Encantadas

Archipiélago ecuatoriano habitado por una rica fauna única en el mundo, supo atraer la atención de Charles Darwin cuando lo visitó en 1835. Hoy sus islas son una atracción irresistible para los viajeros…

adoradores de la vida animal, que en este santuario intangible se da en asombrosa cantidad. ¿Fuiste a Galápagos? Contanos tu experiencia

 

Es el vuelo más largo del país; casi mil kilómetros se interponen entre el continente y las islas, esas a las que 300 años antes de la llegada del naturalista Darwin ya habían sido avistadas por un tal Fray Tomás de Berlanga, cuando navegaba de Panamá a Perú. Dicen que se las encontró de casualidad y en la carta que le envió al Rey Felipe V de España las describió como islas que “no valen nada”, un lugar “donde Dios había hecho llover piedras sobre la tierra”. No se percató el hombre de que las piedras son de origen volcánico y la “lluvia” vino de las profundidades del mar, pero por suerte la bruma que las envolvía lo inspiró y las llamó Las Encantadas.

Cuando anuncian el descenso instintivamente me pego a la ventanilla. Quizás influenciada por los capítulos de La Isla de la Fantasía y por experiencias como la de Fernando de Noronha, volar a una isla (y sobre todo a una tan lejana) triplica mi expectativa. El aterrizaje es en la isla de Baltra, en el que fuera el primer aeropuerto del archipiélago.

 

No se puede porque no se debe

 

Las reglas para ingresar a Galápagos son claras y se repiten varias veces para que queden grabadas: no se puede tocar a los animales, no se puede recolectar nada, no se puede fumar, ni ingresar alimentos, ni sacar fotos con flash. Y la distancia mínima para observar fauna es de dos metros. Tanta restricción me da esperanzas.

Subimos a un ómnibus, recorremos unos cuantos kilómetros de paisaje desértico y de pronto, como si de repente hubiesen cambiado el decorado, paramos frente al más turquesa de los mares turquesa del mundo, embarcamos y navegamos ese color hasta la isla Santa Cruz.

La travesía sigue en camioneta. Avanzamos bajo el sol por un bosque blanco, de palo santo, y de nuevo parecería que de golpe hubieran cambiado el decorado. En una milésima de segundo el azul del cielo es reemplazado por el gris, y la sequedad del paisaje por toneladas de verdes. Una breve caminata hasta Los Gemelos se convierte en una clase de geología. Dos grandes cráteres de 80 metros de profundidad y 130 de diámetro generados hace tres millones de años, que hoy están cubiertos por una densa vegetación. Galápagos, un archipiélago volcánico formado por 13 islas grandes, 6 pequeñas y 42 islotes está asentado sobre basalto. El surgimiento de las islas fue provocado por el movimiento de las placas terrestres. San Cristóbal, Española, Santa Fe y Floreana son las islas más antiguas; se calcula que tienen unos cinco millones de años. En cambio Isabela y Fernandina todavía están en etapa de formación, de hecho la última erupción fue en 2009.

En cuanto a la presencia humana, ésta se registra en San Cristóbal, Baltra, Santa Cruz, Isabela y Floreana.

 

Primicia

 

Cuando vi la primera me quedé tiesa. Tan cerca, del tamaño de una mesa y la tranquilidad de un buda. Como dijo en un reporte Fray Tomas de Berlanga, cuando llegó a Galápagos en 1535, «los animales no se inmutan», y cinco siglos más tarde la frase sigue vigente: los animales no se inmutan. La tortuga gigante que tengo adelante parece que ni me ve. Son centenares las que circulan en libertad por la Finca Primicia, su terreno de alimentación desde hace millones de años. Se las ve comer, andar, nadar. El único gesto que las delata, que confirma que saben de la presencia humana, es cuando esconden la cabeza dentro de la caparazón, haciendo un ruido de suspensión hidráulica que me hace dudar si al final no estoy en el set de filmación de Jurassic Park.

El guía tiene que remolcarnos para que lo sigamos hasta los túneles formados por ríos de lava, que hace mucho tiempo corría a 1.100 ºC. Ríos de fuego que iban solidificándose en la superficie y a los lados. Afuera, tortugas desmesuradas pero inofensivas; adentro, pasajes hechos por materia orgánica en su máxima ebullición. Y al final del día, una cena en el Royal Palm, el hotel donde se hospedaron el Príncipe Carlos, Di Caprio y Richard Gere. Nada que envidiarle a Steven Spielberg.

 

Tierra de aventureros

 

Me despierto con el ruido del tránsito, tránsito marítimo de la Bahía Academia, en el Angermeyer Waterfront Inn. Podría ser un nombre cualquiera de un hotel cualquiera de los que hay en la isla, pero no. Es el lugar en el que se asentaron unos de los primeros pobladores del lugar, los Angermeyer, cuatro hermanos alemanes que, escapando de la guerra e inspirados por las historias de Darwin y otros aventureros sobre las islas encantadas, llegaron navegando solitos, en 1932.

La recepción del hotel está emplazada en lo que antes era el santuario de Gus, una cueva hecha con rocas volcánicas y madera, donde el más extravagante de los hermanos guardaba esqueletos enteros de ballenas, redes de pesca y caparazones de tortugas, entre otras tantas cosas. Abundan las historias sobre los Angermeyer; dicen que Gus siempre abría la puerta de su cueva con una calavera en la mano. La foto de tapa del libro My Father’s Island, de Johanna Angermeyer, retrata a la perfección un día cualquiera de antaño en aquellos pagos: dos hermanos, uno fumando pipa y otro sin camisa, conversando, apoyados cómodamente sobre dos tortugas gigantes que parecen estar tan a gusto como ellos.

Teppi Angermeyer, dueño del hotel, nacido en Galápagos cuando la isla era base del ejército americano, cuenta durante el desayuno que de chico sus amigos eran los pingüinos, y que no conoció el dinero, el chocolate ni la luz eléctrica hasta los 14 años, cuando se fue a dar la vuelta al mundo trabajando en un yate de lujo.

Contagiados por ese espíritu de aventura, tomamos un bote-taxi para cruzar hasta la zona céntrica de la isla Santa Cruz, donde el tránsito más fuerte es el de los ciclistas –los autos particulares están prohibidos, y sólo puede haber un auto por familia, para uso laboral–. La mayoría de las bicicletas –estacionadas, sin candados, en todas partes– tienen un banquito de madera para llevar niños.

Caminamos por la Avenida Charles Darwin hasta el centro científico homónimo, sin el cual –en palabras de Teppi Angermeyer– Galápagos no existiría. Desde 1959, y con ayuda de varios organismos internacionales, la Fundación Darwin trabaja para estabilizar el ecosistema y preservar.

 

La vida en Galápagos

 

El muelle de pescadores de Puerto Ayora está bastante concurrido; hubo pesca y, por eso, hay pelícanos dispuestos a robar cualquier pieza ante el menor descuido de los pescadores, que limpian sus presas sobre una mesada para venderlas al momento y al peso. Entre las piernas del robusto señor que trabaja las cuchillas, una lobita marina usa otra técnica. Apoyada sobre sus aletas, alza su cogote y se restriega suavemente en los pantalones impermeables y anaranjados del pescador, estira su cabeza sin desistir, porque sabe que cada tanto el señor baja la mano y le ofrece alguna parte inútil del pescado.

Aunque la playa se llame Tortuga Bay –por la cantidad de tortugas marinas– lo que más hay sobre la blanquísima arena son iguanas negras, iguanas terrestres de Baltra. Esa es otra particularidad del archipiélago: cada isla tiene su especie endémica, sea en el reino vegetal, animal o mineral. Las de Baltra, como el resto de los animales, tampoco se inmutan, y se las puede observar en detalle, por horas. Están solas, en familia, en comunidad, encimadas… parecen dinosaurios buenos en miniatura. La impasibilidad de la fauna galapaguense se debe a que no tiene depredadores naturales, y a falta de amenaza, desconocen el miedo. Dichosos ellos.

La playa principal de Tortuga Bay es de mar abierto y está llena de surfers. La segunda es menor y muy calma; para llegar hay que atravesar un bosque de cactus que parecen árboles y bien podrían haber salido de una película de Tim Burton. ¿Será que Tim Burton visitó Galápagos?

De todas las islas habitadas San Cristóbal es la más virgen; dicen que está repleta de lobos marinos. Isabela es la mayor de todas y, por lo que comentan, una de las más lindas. Para bucear, Seymour y Gordon o Darwin y Wolf, donde entre junio y octubre se ven tiburones ballena y tiburones martillo; y para conocer varias islas lo mejor es contratar directamente un crucero de entre 7 y 13 noches. La vida a bordo tiene su atractivo, pero no permite conocer lugares como la cuadra de los kioscos, donde hay una hueca –restaurante– al lado de la otra. La más famosa es la de K. F. William, con sus paredes todas pintadas con personajes ecuatorianos y retratos del propio William, donde sirven ceviche, camarones reventados –rebozados–, langostinos y encocado de pescado (plato típico de la provincia de Esmeraldas, al norte de la costa ecuatoriana, que lleva coco como principal ingrediente).

A Seymour en yate

 

Es la hora de las aves, de los tan mentados cormoranes de patas azules que, realmente, dan ganas de llevárselos a casa y abrazarlos como a un peluche para dormir (de paso anoto que se venden unos lindísimos en las tiendas de Puerto Ayora). Además es época de incubación y hay varias hembras cuidando sus huevos, o sus crías ya nacidas, que son blancas como el fino algodón.

Entramos en la zona de fragatas negras con pecho rojo. Los machos son los encargados de armar el nido y cuando la casa está pronta se acomodan, abren sus alas e inflan el pecho para atraer a las hembras; cuanto más inflado, más atrayente. La hembra llegará y hará la inspección del nido; si el constructor es bueno, se queda. Si éste es muy bueno, entonces tiene varias hembras; los otros, tendrán que trabajar más duro porque con el pechito solo no alcanza.

Los cactus y los palos santos son bajos, por eso hay bastantes iguanas terrestres. Es cierto que los vegetales no piensan, pero los cactus crecen para que los reptiles no se los coman, de ahí que la mayoría tenga el tamaño de un árbol. Estos no. Estos se dejan comer, y nosotros paseamos mientras las iguanas se alimentan. Son amarillas, con partes de piel nueva y partes de escamas secas que se les están soltando, parecen alienígenas y con cresta punk. Una enorme se nos cruza en el sendero, se deja observar sin ninguna prisa. Está en contravención: los dos metros de distancia estipulados por la ley los infringió ella, y nos pasa como Juancho por su casa casi rozándonos las piernas.

En Mosquera hay una playa de arena gruesa y mar transparente; paramos para ver la comunidad de lobos marinos, retozando en la orilla. Aquí la consigna es caminar lejos de la vera, y eso hacemos, pero un lobito chico y curioso se empeña en hacerse amigo del fotógrafo, persiguiéndolo por toda la playa.

Última parada, la playa de Bachas, donde haremos snorkel. El sol está tan fuerte como el viento frío que hace volar la arena. El agua está helada y dudo seriamente en calzarme la máscara y las patas de rana. “Estoy en Galápagos, es una oportunidad única”, pienso, al tiempo que unos piqueros me pasan a medio metro de la cabeza y la duda se va volando con ellos, bien lejos. Un rápido chapuzón me hiela la sangre de una sola vez. Me pongo la máscara, aleteo dos veces y me encuentro con una raya. Segundos después cruzan varios peces rosados, con azul y lila, tornasolados –son peces loro–, y en dos respiraciones más tarde tengo delante de mis ojos a una tortuga gigante alimentándose: está tan cerca que tengo que echarme hacia atrás para que no me toque.

Aquí no hay arrecifes de corales coloridos. El fondo de este mar apenas tiene unos pocos erizos y unos pepinos de mar –el nombre no los puede describir mejor– pero la cercanía con la fauna es absoluta. La tortuga sube hacia la superficie para respirar, puedo ver su cabecita pequeña tomando aire fuera del agua y en ese exacto instante el cielo se cubre de negro. Cientos, miles de piqueros de patas azules pasan a toda velocidad y se clavan como flechas en el mar, 20 metros más adelante. Las tiernas aves-peluche de patitas celestes se transforman en balas con picos afilados cuando se trata de pescar. Los que tuvimos la suerte de presenciar lo que acababa de pasar, nos miramos sin decir ni mu. Galápagos es realismo fantástico. Ya lo vi todo. Me saco la máscara y saco mi cuerpo estupefacto y entumecido del Jurassic mar.

 

 

Fuente:www.lugaresdeviaje.com /Por Ana Schlimonovich. Extracto de la nota publicada en revista Lugares 190. Actualizada en octubre de 2012.

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