Brasil: Parque Nacional de los Lençois Maranhenses

Desierto tropical.En el nordeste de Brasil, a dos grados del Ecuador, existe una formación extraña y asombrosa, nada menos que 155.000 hectáreas de arena ondulada, con lagunas de agua de lluvia. ¿Desde cuándo puede un desierto ser uno de los mayores atractivos de Brasil?…

De todos modos, llamar Sahara al Parque Nacional de los Lençois Maranhenses -he aquí su nombre completo-, no sería del todo correcto, ya que en este arenal puede llover 300 veces más que en el desierto africano. De diciembre a junio, de hecho, el agua cae con tanta fuerza que al pie de las dunas se forman piletas naturales de hasta cuatro metros de profundidad. Miles de dunas salpicadas por miles de lagunas. El resultado es un paisaje irreal, sin nada que se le parezca en la Tierra.

Hasta hace poco, este mundo sin sombras ni tiempo era prácticamente desconocido para la mayoría de turistas, incluso para los mismos brasileños. El secreto mejor guardado del país, lo llamaban. A pesar de que en el pasado la región de Maranhão fue una de las más pujantes del imperio por el apogeo de las exportaciones de algodón, hoy es uno de los estados más pobres y relegados de Brasil, y llegar hasta los Lençois no es fácil, ya que quedan lejos y el viaje es cansador.

El turismo -sobre todo local, y europeo en julio y agosto- se intensificó hace unos siete u ocho años, cuando se asfaltó la ruta entre São Luis, la capital del estado, y Barreirinhas, un pueblo recostado a orillas del río Preguiças, que es puerta de entrada al parque.

Claro que los 260 km que unen ambos puntos también pueden hacerse en avioneta. Una opción bastante más cara (250 reales contra 30 el tramo), pero la mejor para apreciar esa lengua ondulada que, desde el aire, se asemeja a una enorme cama con las sábanas revueltas, imagen que le valió su nombre al parque (lençois significa sábanas en portugés).

Una vez en Barreirinhas, abajo de la avioneta y arriba de una 4×4, hay que atravesar el Preguiças en balsa. El Preguiças es ese río que discurre con lentitud entre manglares, palmerales y, aquí y allá, un puñado de caseríos que duermen bajo el sol del Ecuador. Como Caburé, un pueblito de pescadores apretado entre el río y el mar, un mar de aguas oscuras que baña kilómetros y kilómetros de playas despobladas.

Pero es ésa es otra excursión. Ahora el jeep se abre paso entre huellas de arena y restinga, una vegetación de matas bajas que bordea todo el parque (salvo, claro, en la franja que linda con el oceáno Atlántico). Al cabo de unos 50 minutos, se detiene al pie de un médano de unos 40 metros de altura. El parque es área protegida desde 1981 y, afortunadamente, los vehículos no pueden entrar en él.

El sol cae a plomo, aunque no se siente esa humedad que aplasta en latitudes similares. El clima de Maranhão es semihúmedo, y eso, subiendo laderas empinadas, se agradece.

En el momento en que se llega a la cima de la duna aparece de golpe, como un espejismo, ese desierto silencioso e interminable. Se puede vagar durante horas en el manto de arena resplandeciente, puro cuarzo molido, y no ver a nadie. Bañarse en las aguas tibias de la Lagoa Azul o la Lagoa Bonita, que es como sumergirse despierto en una fantasía de Julio Verne. Ver cómo el azul o el verde de las lagunas vira al plateado cuando cae el sol. Y sentir que el tiempo se detuvo en ese extraño mundo que llega hasta más allá del horizonte.

La ciudad más portuguesa

São Luis es la parada obligada si se quiere visitar el Parque Nacional dos Lençois. La capital de Maranhão tiene su corazón moderno, con torres de edificios, shoppings y hoteles cincos estrellas, pero es su casco histórico, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1997, el que merece una visita.

Para coleccionistas de curiosidades, São Luis es la única ciudad brasileña fundada por franceses, aunque se ganó la fama de ser la ciudad más portuguesa de Brasil.

Se suponía que iba a convertirse en la capital de la Francia Equinoccial, como pretendía nombrar aquel imperio a sus tierras transatlánticas. Fue Daniel de la Touche de la Ravardière, un oficial naval de la corona francesa, quien en 1612 le dio el nombre del santo de su rey, Luis XIII, recientemente coronado. Tres años después la ciudad cayó en manos de los portugueses, aunque también estuvo algunos años en poder de los holandeses.

El pasado francés quedó como anécdota. En cambio, el portugués se adivina con facilidad en las ruas empedradas y las ladeiras del centro histórico, un conjunto de casonas, iglesias y plazas que han cambiado muy poco en los últimos dos siglos.

 

 

 

Sin embargo, el que espera encontrar cascos como Ouro Preto o el Pelourinho de Bahía, prolijos y bien conservados, saldrá decepcionado. Aunque las autoridades llevan casi 20 años luchando para restaurarla, São Luis parece que está a segundos de desmoronarse. El abandono y el deterioro amenazan con devorarse cientos de construcciones de los siglos XVIII y XIX. Cientos, sí, porque los edificios históricos alcanzan los tres mil, por lo que la recuperación es lenta y trabajosa.

De todos modos, pasear por sus calles es un ejercicio de asombro e imaginación, una invitación a descubrir detalles insospechados: balcones con curiosas formas de hierro forjado, portales, azulejos traídos de todas partes de Europa. Porque en las fachadas de las casas se muestra la que tal vez sea la mejor colección de azulejos de todo Brasil. Por eso, São Luis se conoció en el siglo XIX como la pequeña villa de palacios de porcelana.

No hay que olvidar que esta ciudad, gracias a la exportación de algodón, llegó a ser la más opulenta de la costa septentrional de Brasil. Fue, también, un importante centro esclavista, al punto que es imposible olvidar que en este puerto desembarcaron miles de negros arrancados de Africa. La abolición de la esclavitud fue de hecho un factor decisivo en la decadencia de São Luis, una ciudad que hoy se esfuerza por recuperar su antiguo esplendor.

Por Teresa Bausili
Enviada especial

Fotos: Embajada de Brasil / Ana Schlimovich

Datos útiles

Cómo llegar

De Buenos Aires a São Luis, con escala en San Pablo, ida y vuelta por TAM, desde US$ 615, con impuestos.

Dónde dormir

 

El Hotel Pestana de São Luis 5 estrellas sale US$ 148 por noche, por habitación doble, con desayuno.

 

En Barreirinhas, el hotel Porto Preguiças Resort 4 estrellas sale US$ 220, la habitación doble, con desayuno.

Cuándo ir

La mejor época para visitar Maranhão es entre diciembre y julio, la estación lluviosa, porque las lagunas del parque están llenas, después se secan.

Gastronomía

Los platos tradicionales de Maranhão tienen como base el pescado y los mariscos. El arroz de cuxá, con camarones secos y vinagreira, una hierba local, es una delicia.

Información

Comité Visite Brasil: embajada de Brasil en Buenos Aires, Cerrito 1350, Entrepiso; www.brasil.org.ar

 

 

Un pueblo colonial que duerme bajo el trópico

ALCANTARA.- Con sus palacetes, mansiones en ruinas e iglesias de retablos barrocos, Alcântara es un recuerdo todavía anterior a São Luis de la opulencia que vivió esta región hace siglos.

La antigua aldea de los indios tupinambás fue la primera capital de Maranhão y, en la primera mitad del siglo XVIII, cuando los portugueses implantaron el cultivo de la caña de azúcar, la ciudad más rica del norte de Brasil. Después vendría la abolición de la esclavitud, la sombra de una São Luis cada vez más pujante, la caída de las exportaciones y, finalmente, el éxodo de la aristocracia rural.

Hoy, Alcântara es un pueblo adormecido y envuelto en el verde del trópico, del otro lado de la bahía São Marcos. Un pueblo de superficie irregular, casas color pastel y olas que rompen cuesta abajo. Se puede ir por el día en catamarán, embarcándose en São Luis -que es una isla-, y cruzando las aguas revueltas del Atlántico (el viaje dura alrededor de una hora y cuesta 12 reales).

El casco histórico, declarado Ciudad Monumental en 1948, es mucho más chico que el de la capital maranhense. Por eso hay tiempo de sobra para recorrerlo despacio, tan despacio como el ritmo de sus habitantes, que entre siesta y siesta improvisan algún partido de dominó, siguen por televisión a los predicadores de la Iglesia de Cristo y preparan doce de especie, la especialidad local.

Las huellas del pasado esplendoroso de Alcântara se adivinan en los restos de los caserones, muchos de ellos con escudos de armas en las fachadas, ahora abrazados por la selva y el olvido. Aunque no sea motivo de orgullo, los locales se jactan de que ésta es la ciudad con más ruinas de Brasil. Las más emblemáticas son tal vez las de la iglesia de San Matías, en la Praça da Matriz, un amplio espacio verde que hoy resulta desproporcionado en comparación con la pequeña aldea en que se ha convertido Alcântara.

De la antigua iglesia se sabe poco, salvo que se construyó a fines del siglo XVII, y que el tiempo, las termitas, las tormentas y los saqueos (incluso de las propias autoridades, que arrancaron las piedras para construir calles), la dejaron agonizando. El golpe de gracia vino en 1900, cuando un vecino demolió una pared que amenazaba con caerse sobre su casa. Y esta reliquia arquitectónica casi corre la misma suerte, por considerarse antiestética. Se salvó de milagro, gracias a la intervención de un lúcido historiador. Hoy, a un lado de las ruinas está el pelourinho, el poste donde se ataba a los esclavos para azotarlos con el látigo. En realidad, el verdadero emplazamiento de ese símbolo del horror era la Rua Bella Vista, conocida también como Rua da Amargura. Y no necesariamente por el sufrimiento y la humillación a los que eran sometidos los esclavos, sino porque desde el puerto que se alzaba al pie de esa calle veían los nobles partir a Europa a sus hijos, tal vez por última vez.

En vivo contraste con su pasado, Alcântara alberga un dato curioso: a 10 km de la ciudad se levanta una moderna base espacial, el Centro de Lanzamientos de Alcântara, desde donde se lanzan satélites y se desarrollan investigaciones espaciales.

La capital del reggae

Así se conoce a la ciudad de São Luis, y razones no faltan. El ritmo jamaiquino se escucha en bares, negocios y hasta detrás de los azulejos. Y el origen de semejante fervor es particularmente azaroso: a fines de los años 60, las ondas de radio de Maranhão comenzaron a captar las de Jamaica, y la música caribeña se fue colando en las casas de São Luis. Tanto prendió el reggae (muchos le encontraron un parecido con el ritmo local del xote), que algunos curiosos comenzaron a viajar a Jamaica para comprar tanto discos como las famosas radiolas, unos paredones gigantes de parlantes que se armaban en calles, playas o clubes. Hoy, las radiolas de los salones de baile de São Luis son verdaderas piezas de colección que ni siquiera sobreviven en Kingston. Además, pasan exclusivamente reggae jamaiquino de los 60 y 70, pese a que existen bandas de reggae marahnenses que alcanzaron buena fama, como Tribo de Jah. De todos modos, el reggae en Maranhão tiene su toque local: se baila pegadito, bien agarradinho.

El Bumba Meu Boi, una fiesta a puro ritmo y color

El Bumba Meu Boi es a Maranhão lo que el Carnaval a Río. Se trata de la mayor expresión folklórica de la región, una fiesta que combina elementos europeos, africanos e indígenas, y que se remonta al auge de la producción ganadera en el nordeste brasileño. Durante junio, el mes de los llamados festejos juninos, no existe una sola noche en la que São Luis no vibre al son de la zabumba (el tambor propio de los ritmos negros de Africa), la orquesta (que da cuenta del componente europeo), y la baixada (o matraca, que simboliza la presencia indígena), Llos tres estilos que definen al Bumba Meu Boi.La leyenda detrás de esta verdadera pasión maranhense cuenta que la negra Catirina, cuyo marido era esclavo en una fazenda, tuvo un antojo bastante peculiar durante su embarazo: comerse la lengua del buey más querido del amo. El pobre Francisco, su marido, mató al animal para satisfacer el deseo de su mujer. Cuando el amo se enteró mandó a castigar al esclavo, y le dijo que si el buey no aparecía lo mataría. Desesperado, Francisco convocó a pajés y curanderos, y éstos, invocando a todo tipo de deidades, lograron resucitar al buey (boi, en portugués). Al final de la historia, todos danzan alrededor del animal, un ritual que se recrea año tras año (incluso cuando, a fines del siglo XX, la fiesta se prohibió por profana) con danza, teatro y música. Y, claro, con un buey engalanado para la ocasión. Los festejos, gratuitos, se hacen en arraiales o recintos especiales, y en los últimos tiempos se están repitiendo en julio. A pedido del público.

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