Bogotá, Cartagena de Inidas y la isla caribeña de San Andrés son tres destinos que los colombianos muestran con orgullo. Los felices habitantes de Bogotá suelen afirmar que ningún viajero puede marcharse de la ciudad sin probar antes el ajiaco, una sopa que las abuelas preparan con indescifrable maestría. Hay que darles crédito…
Cuando el extranjero se suba en el aeropuerto de El Dorado al avión que lo llevará otra vez a casa, es probable que algunos de sus pensamientos finales lo remitan al recuerdo de un manjar que los bogotanos preparan con el esmero de los artistas y comparten con la generosidad de un hermano.
En la despedida habrá otras sensaciones que después de diez días de recorrido por Bogotá, Cartagena de Indias y la lejana isla de San Andrés, en el mar Caribe, perdurarán en la memoria con la misma intensidad con que se evoca a Macondo, el lugar en el mundo creado por la imaginación inagotable del colombiano más famoso.
Bogotá es la puerta de entrada a un país con una historia de película y un presente venturoso, un pueblo que intenta entrar en la agenda de los viajeros del mundo como un sitio normal y pródigo en tesoros turísticos y salirse de las crónicas como un campo de batalla. De a poco parece encaminarse a lograrlo.
–El riesgo es que te quieras quedar, dicen los colombianos cuando conocen a un extranjero.
En la capital y en Barranquila, en Santa Marta y en Medellín, en la ciudad amurallada de Cartagena y en los paradisíacos cayos que rodean a San Andrés, repiten esa frase como si se tratara del estribillo más universal de un vallenato de Carlos Vives. Exageran, claro, pero hasta por ahí nomás. Porque el impulso de estirar la estadía es un riesgo tan real como los que todavía acechan, aunque más acotados que hace una década, en algún alejado confín de este maravilloso país.
Dan ganas de quedarse en Bogotá, de recorrer en auto las calles que serpentean por las estribaciones de los cerros orientales y ver desde allí, desde las alturas de Guadalupe y Monserrate, desde sus dos santuarios, cómo la ciudad bulle allá abajo, armónicamente desparramada en una sabana verde y arropada a su vez por las montañas. Dan ganas de perderse luego por las callecitas angostas y llenas de historia del barrio La Candelaria, el centro histórico de la ciudad, y de internarse en cada uno de los misteriosos rincones de ese sector que los bogotanos decidieron conservar tal cual es desde sus orígenes para no olvidar quiénes son y de dónde vienen.
Dan ganas de adentrarse en cada puerta para descubrir qué misterios esconden, de tomar un café en el Centro Cultural Gabriel García Márquez o caminar hasta el corazón de la plaza Bolívar, allí donde la ciudad late en medio de un paisaje rico en contrastes y la gente, encantadora y cordial, le pone color a la vida.
En Bogotá la naturaleza y la mano del hombre parecen haberse puesto de acuerdo para vivir en armonía. La capital de Colombia es una ciudad verde, llena de parques públicos y grandes avenidas, con una temperatura promedio de 14 grados y una vida cultural tan intensa como los bosques que visten de verde a las montañas que la anillan.
En el viaje desde El Dorado hacia el centro se va descubriendo una urbe de vida intensa, una gran capital, receptiva y amigable: hay muchos espacios abiertos, el tránsito fluye sin la engorrosa pesadez de otras urbes latinoamericanas y las calles y carreras (así llaman a las calles que van de norte a sur, y viceversa) invitan a internarse hacia aquí o hacia allá con la misma curiosidad con la que se encara una aventura.
Y si de aventuras se trata, una de las mejores y más inolvidables en la antigua Santa Fe de Bogotá es la que se puede experimentar en sus restaurantes. Es que allí, en esa geografía que cobija a ocho millones de almas, si se incluye un gran área metropolitana que se extiende por la sabana hacia el norte y el sur, aguardan probablemente los más inolvidables tesoros de una ciudad que hace de la comida poco menos que un arte.
Casi como un cuadro de Botero, cuyo museo en La Candelaria es uno de los paseos imprescindibles, o como una gambeta del Pibe Valderrama, aquel hombre que parecía aburrirse en la cancha y sin embargo divertía a millones de colombianos con su cadencia y sus extrañas habilidades futbolísticas.
Nada resulta tan vital en Bogotá como recorrer las áreas gastronómicas. Las zonas G y T, por ejemplo, dos conglomerados de bares y restaurantes donde el ajiaco huele y sabe con luz propia pero compite al mismo tiempo con una inolvidable colección de manjares típicos. Y allí sobrevuela, definitivamente, un riesgo que vale la pena correr sin temor y sin culpas: hay que probar todo, el ceviche y la yuca, el jugo de mango y el arroz con coco, los frutos de mar y los frutos de la selva, para que al partir con destino a casa la memoria se lleve consigo un recuerdo tan intenso como el olor del café colombiano.
todo, el ceviche y la yuca, el jugo de mango y el arroz con coco, los frutos de mar y los frutos de la selva, para que al partir con destino a casa la memoria se lleve consigo un recuerdo tan intenso como el olor del café colombiano.
Cartagena, mágica y real
Si Bogotá es la puerta de entrada a un país fascinante y lleno de sorpresas, qué decir de Cartagena de Indias, una ciudad de contrastes brutales donde es posible sentirse parte de la historia de Colombia y el continente y al mismo tiempo disfrutar de una sofisticación que los habitantes de Macondo jamás imaginarían ni siquiera en los párrafos más inspirados del padre del realismo mágico.
Aunque es uno de los puntos más buscados del Caribe colombiano, Cartagena no destaca tanto como un típico destino de verano capaz de deslumbrar y atraer por la belleza de sus playas sino más bien como un sitio donde se ofrece la posibilidad de entrar en un túnel del tiempo, una experiencia fascinante que al cabo resultará inolvidable.
La ciudad amurallada, ese sí que es un sitio mágico. Y es real, no literario. No la creó la mente brillante de una pluma que merezca el Nobel de una academia en Estocolmo ni se conservó como una boutique porque haya quedado impresa en letras de molde de unas páginas imperecederas. Está allí, junto a un Caribe más ordinario que aquel que uno imagina cuando escucha el nombre de ese mar encantado, para recordar las épocas en que las Indias se fueron convirtiendo en América y para beneplácito de los habitantes de una modernidad que en otros sitios, y con demasiada frecuencia, prefiere enterrar el pasado y olvidar de dónde viene.
Bella, romántica, bohemia y festiva. Así es Cartagena, la ciudad histórica, ese laberinto de callecitas indescifrables y aires festivos. Allí, en esa geografía encerrada por las murallas que alguna vez sirvieron para hacerles más difícil la tarea a piratas y enviados del imperio, son imperdibles los paseos en coche (un carro tirado por caballos) y sobre todo las caminatas. No hay mejor city tour que el que se hace a pie, sin prisas, con el espíritu abierto para recorrer calles de ensueño, descubrir balcones, disfrutar fachadas, beber una cerveza en alguna plaza o internarse en edificios añejos y cautivantes, plagados de sorpresas, con galerías y patios verdes en los que el tiempo parece detenerse y en los que la vida adquiere otro ritmo, de otra era.
Pero hay también una Cartagena más convencional, una ciudad más ciudad, una suerte de Miami colombiana, aunque menos glamorosa y naturalmente tercermundista en la medida en que uno se aleja del centro. Se la puede ver muy bien desde el elevado convento de la Popa, allá arriba, hacia el oriente, y un poco menos desde el castillo de San Felipe de Barajas. La Popa y San Felipe son dos testimonios más de una época de la historia en que Bocagrande, el centro con aires modernos y altaneros, no era más que la península que cerraba la bahía de Cartagena, en la época en que esas esbeltas torres que hoy se ven desde el convento ni siquiera hubiesen parecido posibles.
En la Cartagena actual, la que funde el presente y la historia para darse una identidad propia y cautivante, hay también una fiesta. Es fugaz y sencilla, pero se celebra todos los días. La gente se sube al más pintoresco de los colectivos urbanos que uno pueda imaginar y sale de juerga por la ciudad nueva y la ciudad vieja. Al colectivo lo
llaman chiva y los tripulantes de la chiva van bien provistos de ron y música de vallenato. El viaje dura entre dos y tres horas pero al final a todos los excitados pasajeros les parecerá que el tiempo pasó mucho más rápido. Y la experiencia no debe contarse: simplemente hay que vivirla, porque el espíritu festivo de la rumba colombiana es intransferible.
El paraíso colombiano
A una hora de avión de la ciudad de las murallas una pequeña isla atesora un racimo de sorpresas y se ofrece como un sitio con todos los encantos, ahora sí, de lo que el imaginario atribuye a un auténtico territorio caribeño. Porque San Andrés no será exactamente igual a los destinos top de esa parte del mundo que se asocia a la diversión y el relax en el más bello de los entornos, pero se les parece mucho. Y además tiene un perfil propio que la convierte en una buena alternativa para disfrutar del sol, la playa, la vida sosegada y también la diversión.
Al ritmo contagioso del reggae, qué música si no, y tal vez con un cuba libre bien a la mano, con qué otro trago si no, se puede recorrer el contorno de la isla en un par de horas a través de una carretera que coquetea durante todo el recorrido con un mar cristalino y regala algunas postales maravillosas. Más allá de la orilla, si se mira hacia el horizonte, el paisaje devolverá esos gigantescos manchones azules o verde turquesa que los arrecifes de coral dibujan en la geografía marítima con fino arte y exuberante belleza. Sólo habrá que cuidarse del sol, que pega tanto como el azote de un huracán, y olvidarse del mundo, porque San Andrés parece concebida por un ignoto Dios del reggae para que el viajero pueda alcanzar un envidiable estado de bienestar.
Hay algunas actividades imprescindibles. Los fanáticos del buceo y el snorkeling serán felices en San Andrés. Los amantes de la buena mesa también: langosta y caracol son manjares dignos de un festival en cada almuerzo o cena, sobre todo si es con vista al mar. Y hay más: viajar en lancha hasta los cayos Johnny Cay, Haines y El Acuario, todos a cinco minutos de la isla, es ideal para disfrutar a pleno del sol, el mar y el paisaje.
Johny Cay se recorre en 20 minutos y la caminata es inolvidable. Tanto como los "coco loco" que sirven en una barra rodeada de palmeras y el raga-raga que una morena nativa de la isla baila a ritmo frenético moviendo hasta el último centímetro de un cuerpo soñado.
Por la noche, cuando todo en la isla se vuelve un remanso, un viejo barco recorre la bahía como una pintoresca discoteca flotante y entonces el ron y la música se convierten, otra vez, en las estrellas de la fiesta. A lo lejos se escucha un sonido persistente y se divisa una línea blanca y espumosa. Son las olas que rompen contra los arrecifes en un encuentro íntimo y solitario. Es San Andrés. Es el pequeño paraíso colombiano.
Fuente:Jorge Salum / La Capital
Secreto bajo la montaña
A 90 minutos de viaje de Bogotá, hacia el norte, en la colonial ciudad de Zipaquirá, hay un secreto escondido bajo la montaña: es la sorprendente Catedral de Sal, una fantástica obra de ingeniería y arquitectura que los colombianos, acaso como una invitación para quienes quieran descubrirla, consideran como su primera maravilla.
No es una catedral como cualquier otra ni está bajo la montaña por casualidad: fue construida en uno de los depósitos de sal más grandes del mundo. Es un gran templo, aunque muy particular: el techo, las paredes y el suelo son de sal. Para descender hasta ese majestuoso sitio subterráneo hay que atravesar un túnel sinuoso y encantado que conduce hacia las entrañas de la Cordillara Oriental de Colombia. El descenso es mágico, ya que las luces fosforescentes que decoran el pasadizo le dan al ambiente un color especial y cierto aire místico.
Abajo, cuando el olor al azufre ya no se siente tanto, está la imponente Catedral. Es un templo gigantesco y original, erigido en el lugar más profundo de la caverna. Lo decora una cruz en bajorrelieve de 16 metros de alto que parece suspendida en el aire y que los turistas, sobre todo los católicos, convierten en un lugar de devoción.
Allí, a 200 metros de profundidad, nada es como en las catedrales conocidas. La semipenumbra y los pasadizos que conducen hacia uno y otro lado crean un clima de misterio, y la majestuosidad de las paredes invitan al recogimiento. Por algo los colombianos la postulan entre las candidatas a la octava maravilla del mundo.
En Bogotá hay muchos sitios para conocer y disfrutar. Aquí van algunos:
• Museo Botero. Reúne y exhibe más de 130 obras donadas por el genial artista colombiano Fernando Botero. Incluye obras en dibujo, acuarela, óleo, pastel y escultura. Además, atesora más de 60 obras de los más significativos creadores de la historia del arte de fines del siglo XIX y del siglo XX como Picasso, Renoir, Dalí, Matisse, Monet, Degas, Chagall, Giacometti y Bonard, entre otros. En la calle 11 Nº 4-41.
• Maloka Centro Interactivo de Ciencia y Tecnología. Maloka es un museo de tercera generación que permite interactuar con los objetos que se exhiben. Cuenta con 17 mil metros cuadrados de construcción, 10 mil de ellos situados a ocho metros de profundidad. Es considerado como el más importante de su género en América Latina. En su primera etapa comprende más de doscientas exhibiciones distribuidas en nueva salas. Sus temáticas son el universo, la vida, la biodiversidad en la Sabana de Bogotá, el ser humano, la electricidad y el electromagnetismo, la tecnología, las moléculas en movimiento, la ciudad y los niños. Las visitas son guiadas y el complejo posee un cine domo, una sala de proyección con capacidad para 314 espectadores, pantalla esférica de 135º y 58 millones de microperforaciones, todo lo cual permite una excelente resolución y realismo. A pocos pasos de Maloka se encuentra el Centro Comercial Salitre Plaza, uno de los más importantes de la capital colombiana. En la carrera 68D Nº 24A-51.
• Museo de los Niños. Es un espacio propicio para el acercamiento pedagógico y recreativo de los niños a la ciencia, la tecnología y la cultura. Ocupa una moderna edificación ubicada en el parque El Salitre. El complejo cuenta con dos treatros, ofrece manualidades y actividades recreativas para niños y posee una tienda con juegos y experimentos científicos. En la Carrera 48 Nº 63-97.
• Museo del Oro. El Museo del Oro del Banco de la República es el depositario de una de las más importantes colecciones de metalurgia prehispánica del mundo. Desde 1968 preserva, investiga, divulga y exhibe esta colección que comenzó en 1939 y que hoy tiene más de 50 mil objetos entre piezas de oro y otros metales, cerámica, piedra, hueso, concha, madera, textiles y momias.
• Parque Metropolitano Simón Bolívar. Está situado en predios de la antigua hacienda El Salitre. Cuenta con plaza de eventos con capacidad para 60.000 personas y un gran parque infantil. Su programación incluye eventos culturales y deportivos, conciertos y actividades recreativas.
• Santuario de Monserrate. Coronando la cima del imponente cerro está el Santuario de Monserrate, piadoso sitio de oración y peregrinaje cuya tradición se remonta a la época de la colonia. La edificación, inaugurada en 1920, se levanta sobre una antigua ermita en la que luego se construyó un monasterio. Los accesos se realizan por telesférico o funicular, en medio de añejos bosques de aucaliptus.
• Usaquén. El pequeño pueblo, convertido hoy en barrio de la ciudad, deriva su nombre de los Usaques, comunidad indígena Muisca que habitó la región. Posee calles angostas y casas de finales del siglo XIX que cuentan con amplios patios, jardines floridos y fachadas multiculores. En el costado oriental de la plaza se levanta la Iglesia de Santa Bárbara, y la casa de la Alcaidía, en la esquina suroriental, es de singular valor arquitectónico. Hay restaurantes de cocina internacional. Y los domingos funcionan los Toldos de San Pelayo y el Mercado de Pulgas Carpe Diem. Cerca de la plaza se encuentra el centro comercial Hacienda Santa Bárbara. Calles 116 a 122 entre carreras 2 y 7.
• Zona Rosa. Al norte de la ciudad, entre almacenes y centros comerciales, las noches bogotanas se llenan de movimiento, color y sonido. La Zona Rosa es un exclusivo espacio de interacción social, encuentro y rumba que brinda un gran número de posibilidades, pues en todo el sector y en especial en la denominada Zona T existen bares, cafés, discotecas y restaurantes para satisfacer los más diversos gustos. En su entorno hay buenos hoteles y un comercio de alta calidad, donde sobresalen las boutiques de los mejores diseñadores de alta costura que residen en la ciudad y que han posicionado a Bogotá como capital del diseño y la moda.
• Restaurantes de interés turístico.Bogotá tiene una reconocida oferta gastronómica en diferentes sectores y en las afueras de la ciudad. Sobresalen los restaurantes ubicados en la Zona G (alrededor de la calle 69, entre carreras 4º y 3ª), el Parque de la 93, la plaza de Usaquén, la Zona T, la Zona Rosa y, en el centro, la Macarena y el Centro Histórico.
Datos útiles
La aerolínea Avianca vuelva de Buenos Aires a Bogotá los martes, jueves, sábados y domingos a las 7.35 y llega a la capital colombiana a las 12 (hora de ese país, dos menos que en la Argentina). De Bogotá a Buenos Aires hay vuelos los lunes, miércoles, viernes y sábados a las 22, con llegada a Ezeiza a las 6.15. La tarifa entre ambas capitales es de 785 dólares con impuestos incluídos.
En las profundidades de una mina de sal una cruz de 16 metros decora la misteriosa Catedral de Sal, joya de la arquitectura y la ingeniería.