Paisajes, encuentros con culturas distintas, nuevos amigos: todo es diferente cuando el recorrido es sobre dos ruedas. Tres viajeros cuentan sus vivencias y dicen que sólo hay un secreto para tener éxito en este emprendimiento: animarse …
El cicloturismo ya no es cosa de un par de locos descarriados. Con una larga tradición en otras partes del mundo, en la Argentina hay cada vez hay más personas que deciden viajar por algún lugar del mundo en bicicleta. Enfrentan desafíos, conocen parajes que los turistas tradicionales ni siquiera llegan a enterarse de que existen, se relacionan con la gente de los lugares que visitan, reciben su asistencia y solidaridad, aprenden y vuelven felices. Porque viajar en bicicleta, afirman ellos, no es una cuestión de piernas sino de determinación. Sólo hay que animarse.
En Rosario y las ciudades y pueblos vecinos hay muchos ciclistas que adoptaron a la bicicleta como su vehículo para hacer turismo, para conocer mundos ignorados, para recorrer caminos que no figuran en las agencias de viaje, para adentrarse en lugares impensados. De sus relatos, siempre fascinantes y emotivos, surgen aventuras increíbles. Contagian pasión, pero también muestran historias ínfimas que componen a su vez experiencias inolvidables. Para todos, pero sobre todo para ellos.
El rosarino Martín Discianni no sólo pedalea: se queda a vivir con la gente de los lugares por los que pedalea. En algunos casos aprende sus idiomas (el guaraní, por ejemplo), les habla a los escolares de pueblos mínimos sobre su aventura. Y además no viaja solo: lo acompaña Laura Carreras, su pareja, a quien conoció en una aldea de Brasil… mientras pedaleaba.
Pablo Castellano es de San Lorenzo. En el pasado hizo ciclismo competitivo hasta que descubrió el encanto de viajar en bicicleta para conocer y llenarse de experiencia. Un día salió con la idea de dar la vuelta a Sudamérica y regresó mucho después con muchos más kilómetros recorridos: fue hasta México y llenó sus alforjas de amigos nuevos, experiencias increíbles y enseñanzas para toda la vida.
Cristian Zampierin es músico y compositor. Tiene una banda de rock en Serodino. Cada tanto, sin embargo, se sube a una bicicleta para encarar algún desafío personal: atravesar una selva, cruzar una cordillera, recorrer la zona castigada por un terremoto. Casi siempre viaja solo y con lo indispensable. Su última experiencia fue cruzar los Andes de La Serena a San Juan, un recorrido con desafíos extremos para el físico y también la cabeza.
En esta nota cuentan sus experiencias y también sus planes, porque todos coinciden en que cuando se viaja una vez en bicicleta siempre habrá nuevos periplos.
Lucía Carreras y su pareja Martín Discianni recorren el mundo en bicicleta.
Nómades y en pareja
Martín Discianni recuerda el momento en que su cabeza hizo un clic y su estilo de vida registró un cambio radical. Había ido a remar al río Paraná, hizo una parada en una de las islas frente a Rosario y desde allí pudo ver la ciudad. Pero ese día la miró de otro modo. Se imaginó a sí mismo dentro del vértigo urbano y decidió que ya no quería seguir en esa vorágine. Vendió su “Golcito” y una moto, recicló una vieja bicicleta que tenía arrumbada y al poco tiempo se fue de viaje, en bicicleta. Durante meses pedaleó por varias provincias y cuando volvió supo que ya no dejaría de hacerlo. Eso fue hace casi cinco años y desde entonces en la vida nómade de Discianni arriba de una bicicleta pasaron muchas cosas. Quizás la más determinante es que un día, en uno de sus viajes, conoció a Lucía Carreras, quien pronto se convirtió en su compañera de aventuras y su pareja. En estos días preparan el próximo periplo. Incluirá un recorrido por Europa con partida desde Barcelona que luego los llevará a viajar por la costa oriental de África desde Egipto hasta Sudáfrica, un recorrido plagado de peripecias que les demandará como mínimo dos años.
Discianni llevaba una vida bien urbana. Tenía un taller en el que pintaba autos y no la pasaba mal. “Ganaba bien, no tenía de qué quejarme”, recuerda. Sin embargo, el día que pudo ver todo con otra perspectiva supo que quería cambiar. “Si tenía que comprar algo a cinco cuadras iba en auto, y así todo”, cuenta a modo de ejemplo. Desde ese día se puso a andar en bicicleta y ya casi no se subió a un automóvil.
Al poco tiempo decidió hacer su primer viaje. Recuerda bien aquella primera travesía, como cada una de las que le siguieron. “Salí con una carpa que compré en un supermercado y con poco equipaje y volví 10 meses después”, cuenta.
Pasó por Entre Ríos, Corrientes y Misiones. Luego se fue a Formosa y Chaco, llegó a Salta, pasó a Bolivia, volvió a Jujuy y desde allí a Rosario. Recorrió 6.000 kilómetros y en esa travesía aprendió cosas que le servirían para sus siguientes aventuras.
«De tan solo que andaba por Sudamérica hablaba con las nubes», dice Martín
“Después de ese viaje me di cuenta de que ya no quería quedarme quieto”, confiesa. No lo hizo. Se dedicó a vender bicicletas que él mismo equipaba,y a asesorar a quienes quisieran hacer viajes como él. “Estaba cada vez más entusiasmado y no veía la hora de hacer la próxima salida”, recuerda.
Un día se fue a Mendoza y en la cordillera lo sorprendió un viento blanco. “La ruta se borra y no se ve nada. Hacía mucho frío pero no lo sentía, porque cuando pedaleás y estás lejos tu cuerpo se vuelve un guerrero”, asegura.
En otra salida partió a Uruguay, recorrió toda la costa y llegó a Brasil. Pasó por los estados de Río Grande do Sul y Santa Catarina hasta llegar a Paraná. Y allí sucedió algo que no había previsto.
En un pequeño pueblo brasileño se cruzó con una fotógrafa y licenciada en Ciencias Políticas que bajaba desde el norte después de dedicar dos años de su vida a aprender sobre agricultura ecológica. Lucía viajaba como mochilera y Discianni la invitó a hacerlo en bicicleta. Así arrancaron y pronto se volvieron inseparables. Consiguieron una bici para ella. Todo sucedió hace un par de años y desde entonces
cada aventura la emprendieron juntos.
“Me hizo bien porque yo estaba acostumbrado a andar solo y ya me estaba volviendo un poco loco”, bromea Discianni. Dice que de tan solo que andaba por los caminos de Sudamérica “hablaba con las nubes” y que los viajes de a dos con Carreras se volvieron más divertidos y también más productivos.
De Brasil se fueron a Paraguay. Convivieron con comunidades originarias y hasta aprendieron a hablar en guaraní. Mientras recuerda aquellos días pronuncia algunas frases en esa lengua y explica, casi como un experto, ciertas claves para entenderla e incorporarla.
Como en cada viaje, el recorrido por Paraguay ofrecía una cantidad de alternativas que lo hacen fascinante: se bañaban en los ríos, comían frutas exóticas, se hacían amigos de la gente local. “Es una de las cosas más lindas de este estilo de vida. Los lugareños nos tratan muy bien, la gente es generosa y solidaria”, afirma.
Tanto que en algunos sitios se quedan más tiempo sólo para compartir experiencias con sus anfitriones. Hasta hubo ocasiones en las que acamparon en el patio de una casa una noche, y a la siguiente lo hicieron en la casa de al lado, sólo para agradecer tanta hospitalidad. A Discianni le brillan los ojos cuando piensa en esas personas y destaca especialmente a los brasileños. “Son los mejores”, afirma.
Rara vez duermen en hoteles. Instalan la carpa en plazas, en cuarteles de bomberos o en escuelas rurales.
En las escuelitas muchas veces se quedan más tiempo de lo planeado porque los maestros les piden que les cuenten su experiencia a los alumnos. “Es una de las cosas más fascinantes de estos viajes”, admite.
Pero hubo más. Como el viaje a una fazenda en Brasil. A Venezuela y la Guyana británica. Otra vez a Bolivia, donde transitaron el célebre “Camino de la muerte” y rodearon el bello lago Titicaca. A Perú, país en el que recorrieron desde los caminos andinos de Puno y Cuzco hasta el Amazonas. En muchos lugares también remaron e hicieron trekking.
En el Amazonas durmieron en hamacas paraguayas y en algunos pocos lugares tuvieron que abordar un barco o una camioneta 4×4 alquilada porque no había caminos o eran intransitables. “No nos gusta mucho hacerlo porque nos perdemos la aventura”, confía. A veces, sin embargo, no hay opción.
Una vez también se subieron a un avión. Estaban en Venezuela y desde allí volaron hasta Trinidad y Tobago. Y, otra vez, la recorrieron en bicicleta.
Ahora planifican el viaje más largo. Saldrán en abril y es probable que no vuelvan a Rosario hasta dentro de casi tres años. “El recorrido por Europa será fácil, pero la verdadera aventura nos espera en Africa”, predice Discianni, quien por estos días investiga sobre los países que recorrerán y advierte que la travesía no será sencilla.
“Con Lucía hacemos un equipo y tenemos muy buena vibra. Muchos creen que estamos locos, pero nosotros queremos seguir haciendo esto juntos”, afirma.
Animarse y dar el primer paso
El día que Pablo Castellano salió de Ricardone para recorrer América en bicicleta hizo 50 kilómetros y se acalambró. Esa noche durmió en una cabaña en el parque Sarmiento y al día siguiente volvió a la ruta. Casi 600 días después, cuando regresó a San Lorenzo, tenía mucho para contar además de aquel calambre tempranero. Pero lo más importante no eran las rutas, los paisajes, los países, el robo de 10 dólares (“Lo único «malo» que me pasó”) ni los compañeros ocasionales en algunos tramos de la travesía. “Lo esencial es mi viaje interior, las experiencias, los aprendizajes”. Los motivos por los cuales viaja en bicicleta, en definitiva.
Castellano tiene 42 años y vive en San Lorenzo. En el pasado hizo ciclismo de competición, duatlón y triatlón. Después se dedicó al cicloturismo. Hizo la ruta de los siete lagos, en Neuquén, transitó el norte (Salta y Jujuy) y toda la costa uruguaya, ida y vuelta, desde Colonia hasta Chuy. Hasta que decidió recorrer Sudamérica.
Pedaleó hasta Mendoza, pasó a Chile y ya no paró hasta llegar a Colombia. Iba a empezar a bajar por el lado oriental de Sudamérica, pero en el camino cambió de idea. Terminó en México y recién después emprendió el regreso. Cuando llegó a su casa había dado la vuelta a buena parte del continente en bicicleta con un equipaje mínimo. Había experimentado otro tipo de vida y ni siquiera se sentía cansado.
“Hacer esto no depende de la bicicleta ni de las piernas sino de la cabeza”, afirma. Confiesa que el viaje le permitió descubrirse como una persona fuerte y cuando habla de él, de todo lo que vio y vivió, se emociona varias veces a lo largo del relato.
Pablo Castellano y su bicicleta, inseparables.
“En esos meses muchas veces lloré, me insulté, festejé y me reí. Fue una experiencia maravillosa porque estuve muy en contacto con la naturaleza y conmigo mismo, y lejos del estrés y de la rutina de la vida diaria”, explica.
Llevaba tres alforjas, otras tantas mudas de ropa y poco más. “Lo más importante en el día a día es procurarte la comida. Fuera de eso, cuanto menos cosas lleves, mejor”, cuenta.
Asegura que lo mejor del cicloturismo es que el viajero puede ir a donde quiera y que, quizás con la excepción de Argentina, la gente respeta y quiere al turista a pedal. “Cuando llegás a un lugar te miran distinto, y eso es porque la bici es amigable”, teoriza. Y agrega: “Cualquiera puede viajar en bicicleta. Sólo tiene que proponérselo”.
Dice que una de las cosas más apasionantes de esta forma de viajar es que nada lo apura. “Puedo llegar a un pueblito perdido con la idea de dormir y seguir, y tal vez me termine quedando allí cinco días”. A él le pasó muchas veces y sabe que volverá a ocurrirle.
Su recorrido por América le dejó decenas de anécdotas. En Colombia, por ejemplo, conoció a un cicloturista alemán y otro australiano en la Casa del Ciclista. Estaban en Medellín y decidieron seguir juntos hacia el norte, pero antes les hicieron una nota en televisión para que contaran sus experiencias. Unos días después, luego de atravesar montañas solitarias durante cuatro largas jornadas, los habitantes de pueblos minúsculos les ofrecían gaseosas y los recibían con afecto. Tardaron en entender el motivo: los habían visto en la tele y, otra vez, se mostraban amigables por su condición de cicloturistas.
Foto: gentileza Diego Goñi
En un lugar de México que es un destino predilecto del turismo internacional buscaba un hostel barato para dormir. Mientras el encargado le avisaba que no le quedaba lugar, un muchacho lo escuchaba en silencio desde un lugar secundario de la escena. Cuando salió en búsqueda de otro albergue, el muchacho lo alcanzó. “¿Querés quedarte unos días en casa?”, le preguntó. Era un argentino que viajaba de mochilero con un primo y cuando escuchó la pregunta no pudo contener la emoción. Aceptó. Se quedó cinco días y convenció a los primos para que volvieran de México a Argentina en bicicleta. “Hoy están en Ecuador y siguen bajando”, cuenta feliz.
En Nicaragua le robaron. “Fue lo único malo que me pasó”. Entró en contacto con un joven en la calle, sacó un billete de 10 dólares para ver dónde lo podía cambiar y aquel se lo arrebató. Ahora, cuando lo cuenta, casi podría asegurarse que lo disfruta. Es que, para él, también esa experiencia es una parte enriquecedora del viaje.
En la frontera entre Colombia y Panamá llegó a un pequeño pueblo y preguntó dónde podía instalar la carpa. Le señalaron un lugar y él eligió otro hacia el lado opuesto. Se instaló debajo de un árbol y recién entonces vio que más o menos cerca había una casa. Al rato se acercó un chico, se interesó por lo que hacía y enseguida hubo empatía entre ambos. La familia del nene lo recibió tan bien que al final se quedó varios días antes de seguir hacia el norte.
Y así, muchas más. No olvida los lugares que vio ni a la gente que lo ayudó. Tampoco a la cicloturista boliviana que pedaleaba en una bicicleta de 50 dólares y llevaba su equipaje en alforjas tejidas. Una y otra vez retoma una idea para él inspiradora: “Para viajar en bici sólo hay que estar predispuesto, salir de la zona de confort y superar las dificultades, el sufrimiento e incluso el hambre. Porque a veces también se pasa hambre”.
Mientras planea sus próximos viajes, Castellano asimila lo que experimentó, dice que antes de volver a salir necesita aprender sobre los lugares por los que piensa pasar y trabaja para costear la aventura. No es difícil adivinar dónde y en qué: arma y vende bicicletas en el negocio de unos amigos, ciclistas como él. Bicicletas como Shiva, con la que viajó por toda América.
Un lobo solitario
“Quiero encontrar una bajada para bajar sin pedalear”, canta Cristian Zampierin en “Bicicleta”, un tema que él mismo compuso para MúsicaLíquidA, una extinguida banda del pueblo de Andino. El video con el que la canción aparece en Youtube fue filmado en caminos de Bolivia y Cuba. Es que Zampierin, además de músico y compositor (ahora es la voz de Kien Sos Dios Punk, de Serodino), es un cicloturista con varios viajes en el lomo, la mayoría de ellos en solitario y no todos precisamente placenteros. En el último, a principios de febrero, cruzó la cordillera de los Andes desde La Serena hasta Flores, en San Juan. Lo hizo en cuatro días, casi sin equipaje ni asistencia y contra dos obstáculos casi invencibles: el viento y la altura.
Ya había pedaleado por Uruguay, Bolivia (dos veces), Cuba, Ecuador, Nicaragua y Costa Rica. En el primer país recorrió 500 kilómetros y tuvo que bajarse de la bicicleta por una lesión. En el segundo unió La Paz con Santa Cruz por dos rutas distintas: por el norte y por la yunga. Por la isla del Caribe hizo 1.500 kilómetros en 20 días con su multifacético amigo Patricio Carugatti, una historia que se narró en estas mismas páginas. En Ecuador fue de Guayaquil hasta Esmeralda y regresó a Guayaquil, impactado por los efectos del terremoto de abril de 2016. De Nicaragua salió con dos compañeros y después siguió viaje solo por caminos y senderos selváticos y salvajes. En todos se puso una meta: pedalear con lo mínimo indispensable, aceptar los retos del camino y enfrentar la soledad, el cansancio y otras vicisitudes como pudiera. Una rareza de sus periplos es que no toma fotos. El próximo viaje, anticipa, será para recorrer la Riviera Maya en México.
Zampierin voló a Santiago de Chile y de allí a La Serena con la bicicleta en la bodega del avión. El viaje empezó cuesta arriba, incluyó una primera noche en la Aduana chilena (“puse la carpa al lado de un arroyito y contra la montaña”) y la aparición de los primeros síntomas de apunamiento. En las alforjas llevaba algunas latas de atún, unos cuantos panes y un queso de cabra. Y también un termo solar y el mate. “Cada hora y media paraba y me tomaba medio litro, pero ahora sé que hubiese sido mejor llevar café”, cuenta.
Cuando se arrimaba a la cima de la cordillera los efectos de la altura y el viento fueron modificando su humor y aumentando su pesimismo. Ignoraba si lograría atravesar el paso de Laguna Negra, pero no quería rendirse y sabía que no había vuelta atrás.
Llegó hasta los 3.700 metros y allí lo sorprendió la segunda noche. Esta vez puso la carpa sobre el lecho seco de un arroyo que baja de la montaña y en el cielo pudo ver unos relámpagos que lo atemorizaron. “Pensaba que si llovía se me inundaría todo y sentí mucha angustia”, recuerda. Durmió mal y preocupado, pero al otro día reanudó la marcha. Lo esperaba una pared: a solo diez kilómetros de la cima, el corazón y las piernas le explotaban y los pulmones casi no recibían aire. Tuvo que hacer dedo para llegar hasta el punto más alto. Pero arriba se bajó de la camioneta que lo había alcanzado y empezó el descenso. Pedaleó ya en territorio argentino, en el camino se cruzó con un cicloturista colombiano que hacía seis meses estaba viajando y volvía a Chile después de entrar al país por el paso de Uspallata. Llegó a Flores exhausto y casi sin aire. “Lo primero que hice fue ir a un bar y pedirme un carlito”, dice. Había atravesado una mole de piedra y nieve, un paisaje monótono que lo obligó a enfrentarse a sus temores y aprender del sacrificio. Pero eso, al cabo, es lo que buscaba cuando eligió la ruta y decidió recorrerla solo.
Fuente : www.lacapital.com.ar /Por Jorge Salum